Una amiga muy querida me envía una foto de su grupo, disfrutando sentadas en algún lugar cercano al mar, con el sol y arbustos de compañía. Todas sonrientes. La foto me sacudió. Parece una foto de otro mundo y sin embargo era reciente. ¿Dónde es, pregunto? No me parece real. Como esas imágenes idílicas de mundos religiosos etéreos e inventados.
Luego alguien bromea diciéndole a la abuela que así debe salir a la calle y se ve a una mujer mayor desplazándose en una jaula con rejas de hierro y ruedas en sus esquinas, como un moderno andador.
Y me observo a mí misma sentada en la sala que da a las riberas del Salado, donde me deleito siguiendo el crecimiento de los mangles. Antes, solo llegaban hasta la mitad de la ventana, ahora ya la han superado y lucen distintos tonos de verdes. Verdes recién nacidos, frágiles, transparentes, verdes de hojas adultas, verdes cafés, verdes tenebrosos casi negros. Y alguna que otra hoja amarilla.
Me fascina observarlos. No sé porque ley desconocida las ramas se mueven como si danzaran, la parte que da hacia el agua y la que da a la avenida Barcelona se balancean unas a la derecha, otras hacia la izquierda, como si fuera un mar de hojas en rítmicos movimientos contrarios. Observo el follaje verde tierno de los olivos negros que están en la vereda y el mismo movimiento cadencioso, sutil, alegre, estremece sus ramas. No sé por qué motivo los pájaros no hacen nido en sus ramas mientras el manglar es un bullicio, a ratos ensordecedor, de trinos al mediar la tarde. Y tomo conciencia de algo que por obvio casi ignoro. Veo todo eso a través de rejas, las de la ventana, y los gruesos barrotes que me separan de la avenida Barcelona, que los delincuentes que huyen saltan mejor que los atletas olímpicos. Todo el barrio tiene rejas, alambres electrificados y un guardián de cuadra que entre todos pagamos, el parque con rejas, las tiendas con rejas, la botica con rejas y ahora la iglesia con rejas. Y nos parece un adelanto tenerlas, reclamamos porque así sea. En el sector cercano hay vallas para entrar en las calles, sirenas, retenes comunitarios. Y la nueva conquista son taxistas en vehículos con rejas interiores.
Todo el barrio tiene rejas, alambres electrificados y un guardián de cuadra que entre todos pagamos...
En los sectores populares están apareciendo por todas partes. Parece que solo las grandes avenidas serán de libre circulación.
Y se multiplican los conflictos internos barriales por su uso, y surgen resentimientos, peleas, enfrentamientos que llegan a romper amistades y vecindades. El verdadero poder lo tiene quien tiene la llave que abre y cierra los obstáculos.
Vivimos en una gran prisión donde solo los delincuentes andan sueltos y los demás nos autoencerramos en cárceles más o menos sombrías o un poco agradables.
Ni hablar de la penitenciaría y los centros carcelarios con sus diminutas y altas ventanas enrejadas donde asoman cabezas, brazos, rostros gritando.
¿Qué nos ha pasado como sociedad que hemos permitido y convertido en cárceles nuestros lugares cotidianos más frecuentados y amados, mientras bandas armadas circulan libremente? Es tiempo de ir ganando espacios de libertad, donde las rejas sirvan para admirar la habilidad de los artesanos que las hicieron y de sus arabescos cuelguen macetas con flores para recuperar la ciudad y país que amamos. (O)