Intenté escribir sobre la realidad actual del país desde diversos enfoques. Pensé hacerlo desde el dolor que nos causa el descalabro de las instituciones y de la sociedad. Desistí de plasmar alguna idea sobre el caos y la decadencia que nos asuelan. Quise tratar los tipos de personalidad de los gobernantes y, desde esa idea, encontré el rumbo que dio el título a esta columna y que marca su desarrollo.
Cuando reflexionamos sobre lo que se necesita en la vida privada o pública para ser sostenibles, las respuestas a esta pregunta siempre se relacionan –de una u otra forma– con las virtudes, esas grandes categorías culturales, presentes ya en la antigüedad clásica y más tarde en la depurada y brillante doctrina cristiana. Las virtudes morales son concebidas por la recta razón como formas de conducta insoslayables para la protección de la vida y también para su sostenimiento y proyección. Las consideradas virtudes cardinales son cuatro: templanza, fortaleza, prudencia y justicia. Si pensamos en lo que requerimos y en el perfil de quienes forman parte del Gobierno nacional en cualquiera de sus funciones, este debe estar definido, en la práctica, por esas virtudes básicas.
Describamos el estado actual de nuestra sociedad mencionando, nada más, algunas situaciones: narcogenerales, minería ilegal, sicariato, Asamblea Nacional paralizada, captaciones ilegales de dinero que involucran a miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, grandes cantidades de droga decomisada sin resguardo efectivo, garantías constitucionales como el habeas corpus aplicadas discrecionalmente, cárceles administradas por los propios detenidos, miles de matrículas de vehículos y licencias de conducir obtenidas fraudulentamente, hospitales tomados por la corrupción, destrucción del radar de Montecristi a las pocas semanas de su instalación, sin que hasta ahora (meses) sepamos lo que sucedió… y así, el listado de acontecimientos de esta laya podría ocupar el espacio no solo de una columna, sino de muchas.
Estamos devastados. Debemos recuperarnos y para hacerlo necesitamos muchas cosas, entre las cuales está la presencia de funcionarios públicos caracterizados por la templanza o moderación en sus comportamientos; por la fortaleza que consiste en no tener miedo, por la prudencia que evita daños innecesarios y no claudica; y, por la justicia que busca dar al prójimo lo que le corresponde. Funcionarios que frente a tanta corrupción y alevosía cumplan con su deber sin amilanarse y menos allanarse con el delito y la decadencia, que actúen con la recta razón que analiza y ve las consecuencias, y que lo hagan desde un sentimiento de justicia y compromiso con la sociedad y con el país. Quienes no estén definidos por esta forma de ser no merecen ser servidores públicos, porque nos están traicionando, porque su pusilanimidad y acomodo son muy cercanos a la corrupción que deben combatir implacablemente.
También es posible que la voluntad de los funcionarios sea la de no cumplir con sus obligaciones, porque la devastación les va bien y ahí medran pese a sus desgastados y cacofónicos discursos que dicen lo contrario. (O)