Una familia acaba de perder a una mujer henchida de ternura, el rostro dulce que le damos al amor. Si este es anhelar y hacer el bien por su prójimo, ella amaba a raudales, porque quería y daba el pan y su sonrisa a todos, su amor era incondicional en una humanidad separada por tantas cosas. Como pedía Francisco de Asís, ante la ofensa ponía perdón, ante la discordia, armonía, ante la desesperación, esperanza, comprendía más que esperar ser comprendida. Julieta le decía a su Romeo que mientras más amor le daba más le quedaba para volvérselo a dar. Así era el mejor personaje de nuestros cuentos hechos realidad, lo mejor de nosotros como expresó un hermano. Admiraba a Miguel Ángel por su creación, ella con su amor también creaba porque en este mundo sediento calmaba la sed.

Chachita, el nombre que con tanto amor pronunciábamos, era “llena de gracia como el avemaría, ingenua como el agua, diáfana como el día…, al influjo de su alma celeste amanecía, quien la vio no la pudo ya jamás olvidar”, tal cual proclamaba Amado Nervo a su amada inmóvil. Era la luz que nos cubría enteros al abrir la puerta de su alma, hubiera dado su vida por los otros, como nosotros por ella. Se equivocó la enfermedad, tomó su vida injustamente, no preguntó en qué cuerpo alojarse. Su familia luchó por su vida hasta el final, momentos antes de su viaje sus hijas e hijo le recitaron las poesías y le cantaron las canciones que ella les enseñó y que a su vez aprendió en su hogar materno. Su nieto le cantó la canción que el autor dedicó a su madre que partió: “En el faro de tu amor, en el regazo de tu piel, me dejo llevar al sol”. Luego se soltó el cabello, se descalzó y exclamó: “Los amo a todos, pero ahora voy a hablar con Dios”.

“No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta”, escribió Miguel Hernández por la muerte de su amigo. Como recordaba un querido amigo y preceptor, la vida no termina, se transforma, pero duele porque son árboles cortados en nuestro bosque. “Dicen las estrellas que los fugaces somos nosotros”. Es cierto, pero el hilo de la vida se marca con fuego o con nada. Y cuando hay fuego quema la presencia y la ausencia. Nos reprochamos seguir viviendo sin ella, porque el amor es testarudo, defiende la vida y sobrevive a la materia. El dolor es una espada que no quiere salir, en la soledad seguimos negando su partida, los recuerdos nos hunden y nos elevan, esperamos en el puerto que regrese en el barco que se la llevó.

Mas, ahí están los hechos consumados y la contradictoria certeza de que tendremos que vivir con el peso de su ausencia. Y la miramos en la estrella que la convertimos, en la mariposa que vuela, en los colores de vida, en la mano extendida. En el amor de su familia, en sus ojos, en sus besos y en sus abrazos. En cada paso que dio, en la foto de ella que duerme con su esposo, en la que acompaña a sus vástagos y hermanos. Se fue en paz, bendiciendo la vida como reza el poema de Nervo, cosechó rosas porque plantó rosales. La solidaridad dada fue un bálsamo para el corazón, su sepelio fue una ofrenda a ella, “la gente buena no se entierra, se siembra”, dice una canción. (O)