Partamos de la premisa, absoluta y debatible, de que toda operación del arte implica un proceso de fermentación que sucede en algún lugar. Me gusta pensar que el proceso creativo, o la fermentación de Jorge Drexler (Montevideo, 1964), nace y se conduce desde su mente. Es decir, las uvas de las que surge el vino que constituye su obra musical son uvas que nacen y crecen en su cerebro. El cerebro como racimo, incluso como raíz. Por eso tiendo a pensar en Drexler como escritor completo, como obrero y pensador del lenguaje y la poesía, incluso como árbol en el extenso campo de la tradición de la lengua española.

Este proceso de fermentación empezó en 1992, en Uruguay, con su álbum La luz que sabe robar. En esa primera aparición ya era evidente en Drexler una inquietud narrativa y, sobre todo, consciente del poder de la palabra para crear el mundo: el devenir maravilloso de su obra es la decantación de ese deseo, al que los años le han revestido de madurez y, por qué no decirlo, de sabiduría. Enrique Vila-Matas, que titula Montevideo a su última novela, piensa que el escritor es alguien que reflexiona sobre la escritura. ¿Cuándo reflexiona Drexler sobre la escritura? En la vida, en el instante, mientras todo sucede: cuando, junto con Martínez (o Joaquín Sabina), iban cerrando uno a uno cuatro bares, pero también años después, cuando le escribe para agradecerle, y de paso regalarle una definición al amor: “Te quiero mucho más de lo que te lo cuento, te veo mucho menos de lo que quisiera”.

Jorge Drexler solo necesitó de ‘Tinta y tiempo’ para conquistar el Teatro Sánchez Aguilar

(...) tiendo a pensar en Drexler como escritor completo, como obrero y pensador del lenguaje y la poesía, incluso como árbol...

Drexler le confesó al público quiteño, el sábado 4 de marzo, que llevó mal la escritura en la pandemia. El artista cerebral, el trovador que ha leído los clásicos y los contemporáneos, el cuerpo que se descubre frágil fue, en ese momento, un escritor en crisis. Pocas producciones culturales, de corto formato, son tan potentes, no para expresar la crisis, sino para transgredirla y volverla un poder creador: Tinta y tiempo, en cuanto canción, es la ratificación de que Drexler está más renacido que nunca. Un poco más añejo, y por tanto, más sensible. Y, como los más grandes, sabe que toda obra está destinada a morir, porque al vino hay que beberlo, y allí reside su magia, en acto de llenar de sentido al instante: “Lo que dejo por escrito, no está tallado en granito, yo apenas suelto en el viento, presentimientos”.

Y como los grandes, Drexler nunca sabe ni por qué ni cuándo. “Esa voz, yo no la comando”, dijo, con voz ronca, porque a la altura de Quito –que él sabe, se llama soroche– la ha tenido que enfrentar con todo el cuerpo. Y el resultado ha sido quimera, fusión, amor al arte. Reconoció que, con el tiempo y los cambios, la contradicción en la obra es posible: y así como alguna vez no supo dónde termina el cuerpo de su pareja amada y empezaba el suyo, descubrió que él era una naranja entera, capaz de compartir sus soledades con alguien más, que le hacía bien. Se sabe en diáspora y alza la voz por los desarraigados. Ha pedido asilo y también lo ha dado. Su obra, el vino que ha fermentado, es el refugio indoloro y paralelo de miles. Y con el tiempo que ha pasado, ese vino, solo es mejor. (O)