Había tiempo, entonces. La prisa era excepcional. Los apuros y las presiones no formaban parte de la vida. La parsimonia marcaba los días de padres y abuelos que disfrutaban el lujo de sentarse a mirar la poca gente que transitaba por el parque, leer el periódico y compartir los chismes políticos.

Navidad fue tiempo familiar, mañana de descubrimientos de lo que trajo en la noche el Niño Dios, porque el Papá Noel aún no llegaba a estas tierras. Estaba vivo aún el placer de abrir un paquete, imaginando el juguete que venía en el envoltorio de celofán. Esos días fueron de carros de cuerda, de niños correteando, de padres afinando golosinas para el almuerzo navideño, de visitas que llegaban a dar las pascuas. Ese era el torbellino de pequeñas ilusiones. No había promociones, ni altoparlantes, ni multitudes inundando malls, ni calles repletas de automovilistas angustiados. Había, sí, la exigencia de llegar puntual a la novena, de hacer el nacimiento, de cantar los villancicos, de preparar el vino hervido y los pristiños para recibir a los amigos.

Había tiempo y costumbres que se repetían cada año en el rito de las novenas, misas de gallo y nacimientos. Había ilusiones que se concretaban en lo simple. Se podía charlar sin premura y escuchar a los abuelos y de soltar la imaginación tras las anécdotas tantas veces repetidas. Entonces, cada uno construía sus imágenes a partir de la palabra, porque la invasión audiovisual aún no había expropiado la posibilidad de tener nuestro propio mundo, acotado por los sueños, íntimo y secreto. Aún éramos personas y no público desbordado tras el espectáculo y el consumo. La familia era el escenario, el referente y el ancla. La demolición de sus valores aún no llegaba y era posible aún contar con la tierra firme de la casa.

Navidad fue fiesta de familia. Los regalos eran para los chicos; los villancicos, para la novena, las luces para el nacimiento, y los abrazos, para los nuestros. Después, la parsimonia y la paz de los viejos se perdió, murió con ellos, y vino el tumulto. A los carros de madera les suplantó el videojuego, el lugar de las muñecas ocupó el aparato electrónico. La misa del gallo quedó para los otros y la novena, para el recuerdo. La vida nos encontró ocupados, sin tiempo ni imaginación. Nos encontró agresivos, desconfiados. Los cariños se hicieron formalidades y cumplidos, y entre la multitud de compradores, nos llegó la constatación de una inmensa soledad, de ese vacío y esa clausura de la casa y sus costumbres.

Y florecieron, entonces, las angustias. Los vecinos se hicieron gente extraña, los parientes referentes lejanos, las fiestas cuestión de hotel, discoteca y restaurante.

Pese a todo, y mientras sobreviva la familia, la Navidad será tiempo distinto, época en que será posible hacer la pausa necesaria para volver los ojos a lo nuestro, y asumir que la política y sus escándalos son un accidente penoso muy distinto de lo esencial: el país entendido como casa y la vida marcada por la sencillez y la decencia. (O)