Desde la época en que el padre Aurelio Espinosa Pólit le hizo leer la Eneida en latín y le corregía sus redacciones con tinta roja y minuciosa letra manuscrita, Simón Espinosa Cordero entiende el poder del lenguaje. Quizá por eso, para finalizar su discurso como flamante doctor honoris causa de la Universidad Internacional del Ecuador (UIDE), volvió al poema El viaje definitivo, de Juan Ramón Jiménez. Se quebró, porque los poemas que más amamos siempre nos rompen y nos redimen. Y él, que dedicó su vida al estudio de la literatura y, claro, también a la lucha contra la corrupción, no tuvo empacho en manifestar su dolor: irse con el país así, roto y deshaciéndose. La UIDE pretendió rendirle un justo homenaje y él, lúcido y sabio como es, aprovechó para llevar a cabo su propia ceremonia del adiós. Y todos lloramos por la felicidad de conocerlo y por la posibilidad de decirle, en vida, que hay que seguir su ejemplo.

Simón es una voz autorizada para hablar de temas espirituales. El 1 de septiembre de 1948, recién bachiller, decidió hacerse jesuita, para emular la vida de generosidad y solidaridad que tuvo su padre, quien murió cuando tenía 4 años. Con el Concilio Vaticano II y las transformaciones que impulsó, la Compañía de Jesús tuvo pugnas muy fuertes entre los curas innovadores y los más ortodoxos. Simón era de los primeros, por cuanto le acusaron de que, como padre espiritual, les quitaba la fe a sus alumnos. En ese contexto, apareció el amor de su vida y tuvo que dejar los hábitos y casarse.

A diferencia de los (seudo)intelectuales de hoy, que no se equivocan, no ha pretendido ser un Torquemada.

Cuando le pregunté, en una entrevista años atrás, sobre sus adorados César Vallejo y Antonio Machado, volvió a pensar en la obligación intelectual de salir de la Torre de Marfil para ensuciarse con la realidad y luchar. “Yo creo que el verdadero hombre de letras no puede ser una persona que esté con el poder, tiene que ser siempre un cuestionador, la literatura y la poesía te depuran el alma, te vuelven de cierto modo más espiritual”, me dijo, “me gusta Vallejo porque innovó su poesía, del modernismo de su primer libro a Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, que te tocan a fondo y te muestran ese amor que va siempre junto a los oprimidos, al pobre, a la condición humana”.

En una de las tantas épocas oprobiosas del Ecuador, un corrupto contralor, protegido por un autoritarismo de diez años, logró que Simón y el resto de miembros de la Comisión Anticorrupción fueran sentenciados a un año de prisión por, supuestamente, injuriarlo. Recuerdo que él asumió su condena írrita, y luego el perdón del delincuente, con indignación y humor. De hecho, el humor, que es atributo de la inteligencia, lo ha acompañado siempre. Y alguna vez, cuando su humor fue complicado y anticuado, no tuvo reparo en retirar sus palabras. A diferencia de los (seudo)intelectuales de hoy, que no se equivocan, no ha pretendido ser un Torquemada. Quizá por eso es otro marginado de la Feria Internacional del Libro de Quito, que si no estuviera cimentada en una argolla ideologizada y enchufada, le rendiría un homenaje, al crítico, al hombre de libros, al pensador gracioso y al ecuatoriano infatigable. (O)