Me gustaría saber qué pensó usted, estimado lector, cuando leyó el título de este artículo. Ya verá que no había ningún juego equívoco, pero reconozco que la expresión puede tener dispares sentidos. Utilizo la palabra proyecto en su más puro significado. La RAE trae varias acepciones, la que más se acerca a lo que intento expresar dice “designio o pensamiento de ejecutar algo”. La etimología nos remite a las raíces latinas “pro”, hacia adelante, e “iactum”, lanzar, entonces quiere decir “lanzado hacia adelante”, interpretación que se demuestra exacta si se la compara con el sustantivo proyectil. Todo ser humano es un proyectil de deseos, creencias e ideas disparado hacia el futuro. Cerca de este sentido estuvieron los filósofos existencialistas del siglo pasado, que consideraban que un “proyecto vital” era lo que nos permitía “llegar a ser lo que somos”.

La palabra “nacional” en este caso tiene menos misterio, significa propio de tal nación o país. Estas reflexiones me asaltan ante la inminencia de que en 2025 cumpliré siete décadas y es ocasión de balances. Mi proyecto de vida ha sido coherente, pero no inmutable, la dirección en que apuntaba se ha aclarado con los años. No toda la vida tuve certeza de cuál era el blanco al que me dirigía, relativa incertidumbre que me permitió explorar mundos que alguien más determinado quizá no llega conocer. Pero en estas recientes meditaciones he descubierto que siempre mi proyecto era nacional, es decir que jamás me he visto viviendo fuera de este país. No hubo patriotismo o una pasión similar en esta resolución y tampoco me sentí obligado por tal o cual circunstancia a permanecer dentro de los límites del Estado en que nací. Lo que sí, he sentido una perpetua y consentida fascinación por lo ecuatoriano. Mis compatriotas a menudo me han hecho perder la cabeza con nuestra tendencia a arrojarnos a los abundantes abismos de esta tierra montañosa y quebrada. Pero son los compañeros de ruta con los que debo contar. Es lo que hay.

Algunas personas de mis círculos optaron por emigrar, a quienes tomaron tal opción nunca les he cuestionado su elección, ni siquiera en mis íntimos adentros y, con sinceridad, les deseo lo mejor. Varios de ellos me sugirieron que siga sus pasos, pero tardé pocos segundos en desechar tal posibilidad. No fueron duros rechazos reactivos a sus ideas, es que no me veo, no me siento, no me entiendo, en otra parte. “Yo me quedo” es mi decisión, soy un proyectil que apuntó siempre al paralelo cero y cada vez más refina su ruta, mi vocación ecuatorial. Veo eso sí con angustia, un aumento de la frecuencia con la que jóvenes, personas en pleno vigor, con la más alta preparación, optan por establecerse en otras latitudes, aun a costa de sacrificios. De nuevo no los critico, los comprendo, pero el “sueño americano” es un exigentísimo albur y no existe algo como el “sueño europeo”. En cambio, hoy tengo la convicción, aun embrionaria, pero firme, de que esta vez ha llegado el tiempo de este país y de nuestro subcontinente, nuestro proyectil apunta ahora sí hacia el futuro. El resto del mundo vive una crisis terminal de agonía, la nuestra es el doloroso momento del parto. (O)