“Los busco por todas partes, viajo a pueblos olvidados, pongo carteles, organizo concursos de pelo largo, hasta que los encuentro y entonces les pregunto: ¿por qué llevas el pelo largo? “Porque me gusta así, porque mi papá lo cuida”, pero la razón verdadera es invisible y pasa de generación en generación. “Es la cultura latinoamericana donde nuestros ancestros creían que cortarse el pelo era acortarse la vida, que el pelo es la manifestación física de nuestros pensamientos y nuestras almas y nuestra conexión con la tierra”, escribe la fotógrafa argentina Irina Werning sobre su fascinante proyecto Pelilargas. Retrató a mujeres en Argentina y más tarde a mujeres y hombres en Otavalo, Ecuador. Estuvo en montañas, valles, pueblos y ciudades, y encontró lo que buscaba: un símbolo visual poderoso de algo oculto en el ser humano. Y más: la belleza a la vez tierna y punzante de sus fotos, la historia que trenzan nos obliga a pensar en el significado del cabello no solo a nivel regional o identitario, sino humano y existencial.
Se me cae el pelo cuando estoy triste o angustiada, o cuando me desconecto de mis emociones y ando por la vida “hecha la dura” como aprendí en casa. He visto a tantas mujeres perder así mismo el pelo, no solo por cambios hormonales o desbalances nutricionales, sino así nomás como si derramara lágrimas silenciosas su cabeza. Reconocemos cuánto amamos algo cuando lo perdemos. Trenza la madre el pelo de su hija, indomable y poderoso como serpientes, mientras su propio cabello se ha vuelto frágil. Sonríe porque cuidar el cabello de otro es una forma de transmitir amor. Según el artículo ‘En las montañas de Ecuador, una fotógrafa argentina busca cabelleras ultralargas’, entre los otavaleños es un ritual trenzarse la melena entre padres e hijos. Una trenza une más que las hebras de pelo: conecta las generaciones, transmite unidad, tradición, cariño por el cuerpo propio y ajeno.
He sentido orgullo ante las fotos de Werning recientemente expuestas en el festival PhotoVogue de Milán. En su serie Resistencia aparecen otavaleños luciendo sus magníficos pelos ultralargos como una forma de reivindicar su identidad. He recordado también la barbarie colonialista contra los pueblos indígenas, ese intento de arrebatarles todo: su tierra, sus costumbres, su lengua, su religión. Empezaron por lo más fácil: les cortaron el pelo, les obligaron a vestir, comportarse y comer “como blancos” (despreciaron alimentos “de indios” que hoy consumen fascinados bautizándolos como superfoods).
En varias mitologías el pelo es fuerza, vida, raíces, rayos de sol. A los legionarios romanos los rapaban para volverlos sumisos, estrategia que se consolidó en la Segunda Guerra Mundial. No es casualidad que el movimiento hippie haya reaccionado al militarismo y la obediencia burguesa llevando la melena larga y libre. Hoy vivimos en un mundo donde hay quien todavía cubre su pelo por razones religiosas, quien lo luce largo y trenzado por cultura e identidad, quien le chupa o le pone color por moda o rebeldía, quien lo pierde por enfermedad, herencia o tristeza. Sea como fuere, nuestro cabello seguirá narrando nuestras historias. (O)