De esa montaña lírica, Coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique, brota aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, afirmación en boca de los añorantes. Es una tendencia de la madurez mirar hacia atrás y sobrevalorar ciertas etapas de la vida. Pero también es materia de los historiadores indagar sobre el pasado, utilizar nuevas herramientas y contrastar los hechos sublimados por la repetición pasiva o el deseo de deificar personajes.
La curva de desarrollo de los seres humanos lleva a poner la infancia como punto de suprema felicidad –excepto las marcadas por la desgracia de padres desaprensivos y maltratadores–, porque la inocencia, la carencia de tareas que no fueran las educativas y la protección familiar dominaban los años que eran para jugar y aprender. Hoy se insiste en que los valores, los modales sociales, ciertas virtudes ciudadanas como la puntualidad, deben sembrarse en la infancia.
David Lodge, conciencia de la novela
¿Por eso muchos autores extraen de su niñez el material de sus narraciones? Conozco muchos que creen que de esos sucesos que impactaron en la imaginación o constituyen eslabones de una memoria insistente se levantan historias que vale la pena ser contadas. Porque todos tenemos recuerdos imborrables que, si se mantienen con bordes confusos, complementamos y adornamos para que tengan sentido. Autoficción, la llaman.
En estos tiempos de campaña política, cuando todos nos vemos forzados e esgrimir análisis, paralelismos y opiniones de la avalancha de datos que oímos, muchos se remontan a pasados preferidos para sustentar que los gobiernos de León Febres-Cordero o Rodrigo Borja fueron de tal o cual calidad, cosa que estuvo bastante lejos de lo que ocurre en el presente. Otra vez: cualquier tiempo pasado fue mejor.
A mí me atrapa el pasado que se utiliza para escribir novela histórica. Esas que los escritores no extraen de la nada, sino que van a sucesos nucleares, muchas veces secundarios y hasta insignificantes, y los convierten en el meollo de una trepidante narración, cuyos tentáculos se encarnan en acontecimientos mayores y se justifican en contextos que parecían distantes. Así he leído a Pérez Reverte, por ejemplo, en novelas como Hombres buenos (2015), dedicada a académicos de la Real Academia Española del siglo XVIII, y como Sidi (2019), sustentada en el poema del Mio Cid y el acontecer “posible” del héroe medieval Rodrigo Díaz de Vivar.
Los autores nacionales Óscar Vela e Íñigo Salvador también han esculcado en la historia sus impresionantes trabajos narrativos: ya sea yendo detrás del embajador Manuel Muñoz Borrero en Ahora que cae la niebla (2019) o rastreando los pasos del nazismo en América Latina, en Aquella noche en París (2024), en el caso del primero, y recreando las hazañas libertarias de Sucre en 1822 (2022), como hace el segundo en una novela que deberían leer todos los ecuatorianos.
Con piezas como las nombradas, hago lecturas históricas y literarias, que avanzan por caminos diferentes y complementarios. Ese motor mental que es la imaginación quiere consumir la película que el buen narrador le brinda cuando las pinceladas sugerentes crean escenas verosímiles en torno a esos hechos que conocimos como información, porque la literatura, matriz de las buenas plumas, es lo más semejante a la vida. (O)