Piñas, sandías y cocos, papayas y plátanos verdes, soleados y sonrosados, cañas de azúcar espigadas, mirabeles y mangos redondeados, guanábanas y chirimoyas prehistóricas: altar en honor a la vida, la exuberancia de la tierra, su generosidad ilimitada. Entre las frutas, la vendedora nos mira tierna y misteriosa, mujer que ofrece y nutre: maternal, divina y cotidiana. Imagino a la pintora de esta obra maestra, Olga Costa, asombrada ante los mercados, la gente y los paisajes mexicanos, explorando ese planeta de colores, olores y sonidos desconocidos. Nacida en Leipzig en 1913, de padres judíos refugiados de los pogromos de Odesa, vivió sus primeros años en Alemania antes de emprender junto con su familia un viaje aún más largo: en 1925 Olga Kostakowsky desembarcó en la costa mexicana.

Muchos años después, establecida en Guanajuato con su esposo, el pintor mexicano José Chávez Morado, ella misma una artista famosa, Olga Costa recordaría su infancia transcurrida entre Leipzig y Berlín (ya entonces coleccionaba objetos bellos: piedras, orugas, cortezas de árbol) rodeada de su colección espectacular de arte indígena, arqueología y tesoros naturales. Murió en 1993 y sus cenizas nutren una planta; su esposo se le unió más tarde, así lo habían planeado juntos: descansar en paz en el patio de su hogar en Guanajuato, convertido ya en vida en museo.

Tardamos en reconocer la brillantez de las artistas del pasado. Si bien Olga Costa floreció con éxito en la escena mexicana, considerada por colegas como una de las grandes, a 30 años de su muerte su obra llega a su ciudad natal. El Museo de Arte de Leipzig acaba de inaugurar la muestra Olga Costa. Diálogo con el modernismo mexicano. Visitarla fue una experiencia conmovedora, no solo por identificarme con su destino de migrante sino porque me deslumbró (y abrigó en pleno invierno) su extraordinario universo. Autodidacta, creaba desde una intuición y humanidad libre de las ideologías políticas de sus contemporáneos. La mirada de Olga Costa celebra la cotidianidad, dignidad y ternura, la luz, el color, la naturaleza que no solo nos rodea sino que nos habita.

En su autorretrato (1947) vemos una mujer de mirada oblicua (secretos), seductora y vulnerable a la vez, fuerte, melancólica, reinando sobre su patio de Guanajuato (hogar), pincel en mano (su forma de comunicarse con el mundo). Aretes de luna, vestido verde bordado, también su Niña con sandalias (1950) lleva vestido: rosado y lavado por la mano invisible que trenzó con amor los cabellos. Niña de ojos profundos, orgullosos y tiernos que no piden ni necesitan pena, sus pies calzados de historia. Rodeada de plantas de patio (como la vendedora entre las frutas) también la Tehuana con sandía (1952) encarna dignidad/divinidad y vida. Artista de tránsito entre mundos, Olga Costa brilla por su soberanía libre de discursos, exonerada del estigma de artista-mártir que tanto pesa sobre su genial contemporánea Frida Kahlo. A sus 62 años, Olga pintó Flores de mi jardín en homenaje a las pequeñas cosas, al mundo ex/interno de una mujer que amó la vida, la belleza sencilla de los colores, el orgullo indestructible de los seres vulnerables. (O)