Si hablamos de manera general y no técnica, pues no soy educadora de profesión; la educación se puede dividir en dos grandes clases. Por un lado, una educación académica pura, vital para aplicar destrezas y entender asignaturas básicas como matemáticas, lenguaje, química y biología, entre otras. Y, por otro lado, una segunda clase sobre la cual quiero hacer un análisis profundo; una educación humanista que se compone de un constructo social: tradiciones, cultura, convivencia; aquella que define al ser humano como un sujeto dotado de conciencia libre y racional, con un aprendizaje del mundo que implica principios y valores.
Desde nuestros primeros días de escolarización se nos ha inculcado sobre la importancia de una preparación académica de excelencia afín a nuestros talentos y entorno. Tenemos en la memoria esos consejos respecto a la inversión en cursos, seminarios y talleres que nos permitan perfeccionar nuestras profesiones u oficios.
Cuando aplicamos a un trabajo nos esforzamos por elaborar una hoja de vida grandiosa, con idiomas, habilidades blandas, títulos y reconocimientos. Pero en muy pocos espacios académicos, laborales y sociales existe un enfoque y un requerimiento puntual a esos valores que nunca deben pasarse por alto ni pisotearse.
Para poder llevar en orden y armonía las relaciones humanas, necesitamos de mínimos imprescindibles, líneas delgadas intocables, espacios intangibles que nunca mutan, que nunca se alteran, como sí sucede a menudo con la educación formal. Las leyes se modifican o derogan, las técnicas arquitectónicas y de ingeniería se perfeccionan, los textiles para diseño cambian.
Los principios y valores son aquellos que definen quiénes somos y cómo vamos a desempeñar nuestros roles profesionales y personales. En un mundo en donde gozamos de libertad como un derecho subjetivo tan amplio, es fundamental entender aquellos límites que simplemente no se deberían cruzar bajo ningún concepto. ¿Se imaginan si tuviésemos todos claro la importancia de estos valores mínimos que definen quiénes somos? No tuviésemos asambleístas, ministros y políticos de carrera que se financian la vida de lujo con comisiones provenientes de sus asesores y equipo de trabajo. No tuviésemos ‘empresarios’ negociando con impresentables para lavar dinero y forrarse los bolsillos, mientras sabemos bien que el dinero sucio no viene sino de drogas, trata de personas, armas y guerrillas.
Si tuviésemos mínimos claros en casa y en escuelas no tuviésemos médicos cobrando por cirugías que nunca realizan, testaferros tapando la podredumbre de sus jefes, emprendedores lucrando de racismo y homofobia. No tuviésemos a padres educando sobre sexualidad a sus hijos con ideas machistas, ni violentando a las mujeres para afianzar masculinidades.
Si tan solo actuáramos basados en solidaridad, ética y respeto como mínimo, no nos prestaríamos para las bajezas que tienen sumidas al Ecuador en tanta inmundicia, pobreza, desigualdad y resentimiento. Si tan solo pudiésemos entender de una buena vez que no existen títulos suficientes ni ceros en una cuenta para ser un buen ser humano. (O)