Si bien es cierto que nacemos y morimos solos, tener la esperanza de permanecer acompañado en las postrimerías de la vida da cierto grado de alivio.

La soledad a la que muchas veces se enfrenta el adulto mayor es cada vez más común. Las familias se han disgregado, los hijos han volado con alas propias, las condiciones de cada país en múltiples ocasiones obligan a emigrar lejos. Cierto es que la tecnología ha logrado mantener cierto grado de “unión” y que la presencia física es, con frecuencia, reemplazada por una pantalla. Pero envejecer es una realidad que por lo general asusta.

Vivir en compañía es una de las recomendaciones que se dan para mantener un cerebro sano. La transferencia social es necesaria para la estimulación cognitiva y la liberación de las hormonas del bienestar. Frente a determinadas acciones se liberan dopamina, serotonina, endorfinas y oxitocina, provocando sensación de paz y alegría, como el abrazar y el reír.

He pensado en todo eso luego de conocer el final de la historia sobre la muerte del actor Gene Hackman, su esposa Betsy Arakawa y uno de sus perros.

Al padecer Alzheimer, era Hackman quien principalmente gozaba de la compañía del otro, ya que probablemente había perdido su autonomía y dependía de su esposa para sus actividades de la vida diaria. Se acompañaban, sí. Pero ella era la principal compañía. Vivían solos con sus mascotas en su residencia alejada del bullicio de la ciudad. Él con 95 años y ella con 30 años menos.

La vida, a veces irónica, puede enfrentarnos a algo inesperado e impredecible. Betsy Arakawa cae gravemente enferma y muere en casa. Qué triste y desolador es imaginar a un paciente con Alzheimer, solo con su inconsciencia, errabundo dentro de casa, abandonado y perdido dentro de sí mismo, sin identidad, sin orientación, con las funciones instintivas de supervivencia disminuidas y con el cadáver de su esposa cerca.

No tenía conciencia del entorno. Por las investigaciones realizadas, la autopsia, la lectura del marcapasos, se cree que Hackman permaneció así varios días, quizás una semana, hasta que finalmente colapsó y falleció por causa cardiovascular.

Una historia triste e injusta que puede repetirse en cualquier momento y en cualquier familia.

Una historia triste que nos lleva a reflexionar sobre el impacto que tienen las enfermedades neurodegenerativas en la vida y en la muerte de los pacientes y sus allegados.

No son suficientes el dinero y la comodidad con los que se vive. A fin de cuentas, cuando nos enfermamos, todos somos iguales, corremos los mismos riesgos e igualmente nos morimos.

Un adulto mayor enfermo requiere vigilancia, cuidado y acompañamiento. El panorama demográfico que se vislumbra a futuro muestra más gente anciana que gente joven en el mundo. Las políticas de salud pública deberían prepararse en este sentido. Los ancianatos, centros de cuidado, casas de retiro, con ambiente similar al de un hogar y atención personalizada, son una opción que debería existir para todos. (O)