El nombre completo de la novela que me acaba de dar muchas satisfacciones de lectura es Marco Aurelio y los límites del imperio (2024), del escritor colombiano Pablo Montoya. Es imposible leerla sin pensar en Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar, porque ostenta proximidad sin disimulos con el sublime producto de la autora, que fue la primera mujer en ingresar a la Academia Francesa de la Lengua.

El protagonista, el emperador y filósofo estoico, acampado con sus tropas para detener los avances bárbaros, escribe dos textos: sus celebérrimas Meditaciones, redactadas en griego para honrar la lengua de sus maestros y de la cultura en la que se formó y, figuradamente, el que estamos leyendo los lectores, que es una remembranza de su vida y sus 19 años de reinado, esa sí en latín, el idioma del imperio. Nieto adoptivo de Adriano e hijo de Antonino Pío, los dos emperadores anteriores, tiene una clara conciencia del “privilegio que significa servir a los demás”.

El relato es una armoniosa combinación del tono intimista con que Marco Aurelio cuenta sobre sus antepasados, su esposa con la que engendró trece hijos, el dolor de perder a ocho de ellos en la infancia, y demás acontecimientos vivenciales, con las palabras vigorosas con que testimonia hazañas guerreras en pro del sostenimiento del poder civilizador de Roma. Pero a lo largo de estas dos vías lo que prima es el carácter reflexivo de quien practica el estoicismo y lo defiende como visión del mundo y de la vida.

Marco Aurelio no se engaña respecto de su poder –primero cogobernó con Lucio Vero, quien prefería la hazaña militar, mientras él se encargaba de la ciudad de Roma–, pero lo ejerce en una dimensión humana que poco afloró antes de él: creía en la dignidad de los esclavos e impuso leyes para que se los respetara y no pudieran morir en manos de sus amos. Uno de los capítulos más brillantes de la novela es una conversación del emperador, ya viejo, frente a su amigo retirado Livio Tertulo, enfrascados en una evaluación de la política romana junto a naciente cristianismo. Como muchos gobernantes de la historia sabe que las religiones son necesarias para el pueblo pese a que él mismo no crea en los dioses, aunque defienda el panteón grecolatino porque “el politeísmo garantiza la diferencia de las naciones, y esta es una razón suficiente para defenderlo por encima de cualquier monoteísmo que atente contra el ser plural de la humanidad”.

Los recorridos por el imperio, buscando fundar dos provincias más en las cuales integrar a las tribus germanas, son impecables y podrían seguirse con un mapa de la época; así como de los barrios y calles de Roma. Montoya confiesa haber escrito la novela en tres años, pero hay tanta sabiduría histórica y filosófica, así como fuerza poética en la descripción de aquello que podría llenar la mirada de los habitantes de ese pasado perdido, que bien valdría una vida para conseguir tanta belleza literaria. Una sensualidad cromática sostiene la narración y la llena de exquisita sensorialidad.

Hay que entrar en la visión del anciano que narra los síntomas de su enfermedad, en su visión borrosa, en los fantasmas que se le aparecen e intuye a la muerte que ingresa a su tienda y le dice “puedes partir”. Hermoso es pensar que ahora vive dentro de esta excelente novela. (O)