El 9 de agosto de 2023 pasará a la historia del país. No solo por el asesinato de Fernando Villavicencio, candidato a la Presidencia de la República, sino porque pone al país ante dos caminos.
El primero es el de la consolidación de la crueldad y de la maldad de quienes únicamente les interesa el dinero y el poder, y que se mueven en función de su codicia, de su avaricia, de su odio, de su corrupción, de su placer por someter y engañar a la gente.
El segundo es de los valientes, de quienes no se irán del Ecuador, porque no quieren o simplemente no pueden, y se pondrán –de nuevo, por primera vez o como siempre– el país a sus espaldas para sacarlo adelante. Será el de los soñadores y de quienes no se rinden, de quienes, pese al miedo, la ansiedad, la preocupación y las amenazas, continuarán extendiendo las manos a los demás, porque no tenemos derecho a dejar como legado un país destrozado, inexistente, desilusionado, para quienes hoy son niños y jóvenes o adultos mayores o para quienes, en un tiempo más, necesitaremos de esa misma solidaridad.
El dolor que hemos vivido como sociedad es profundo, indescriptible, a muchos dejó sin palabras, con un nudo en la garganta, con un torbellino de emociones que incluyeron la rabia y la impotencia.
Hace algo más de quince días, Manta lloraba a su alcalde Agustín Intriago. Su esposa y sus hijos quedaron rotos, solos, con sus sueños sin cumplir. Ahora fue el turno de los simpatizantes de Villavicencio y de su familia.
En el 2018 lloraron los periodistas con el asesinato de Paúl, Xavier y don Segarrita (como lo llamamos muchos de quienes lo conocimos). En la campaña de febrero, es decir, de hace seis meses, lloraban también los familiares de otros periodistas en Manabí. La lista es grande y hay que frenarla.
Señor presidente Lasso, usted está a pocas semanas de irse a su casa. Usted, su familia y unos cuantos más tienen la capacidad económica de irse lejos y no volver si la violencia se acerca mucho a sus entornos. Esa es la realidad de muy pocos. Los demás deberán quedarse a ver el desenlace de esta etapa de horror, con la angustia de perder en cualquier momento a un ser amado.
Usted y su gobierno debieran –si me permite el consejo– irse con un aporte real y que resulta vital y que, además, permitirá, en un futuro, decir que sí hizo algo profundo por el Ecuador: encuentre a los asesinos, cómplices y encubridores de los muertos aquí mencionados. Transparente la información, toda. Use el poder que tiene, el del Estado –aunque quede poco– y la historia dirá que tuvo el valor, el coraje, de hacer algo más allá de firmar decretos de emergencia por el país al que usted prometió servir.
Deje como legado ese acto de decencia, de responsabilidad, porque si muchos callan lo que todos quieren decirle, tarde o temprano ese silencio se convertirá en un grito.
Sea recíproco con el Ecuador que le ha dado tanto. Usted en este país se convirtió en un hombre próspero, ahora es su turno.
La paciencia tiene límites y creo que la de mucha gente está al límite frente a tanto abuso al buen corazón de la mayoría de los ecuatorianos. (O)