¿Hay límites para el ejercicio del poder? ¿Hay límites para la interpretación de la ley? ¿Tiene límites la Asamblea para ejercer sus atribuciones? ¿Hay límites para la política, los discursos, las promesas, las mentiras y la propaganda? ¿Puede inventarse arbitrariamente la ley, puede inventarse una sociedad, puede la ideología determinar la cultura, socavar los valores?
Según el principio de legalidad, pilar esencial del Estado de derecho, todos quienes ejercen poder, los que juzgan y administran, los que sancionan o perdonan, solo pueden hacer aquello que les faculta expresamente la norma. La sujeción general a la legalidad responde a la noción de que autoridades, tribunales y legisladores no tienen derecho propio, como sí lo tienen las personas.
La autoridad, toda autoridad, tiene solamente facultades legales precarias, que les atribuye una norma, y esa norma tiene que ver con un tema democrático esencial: el poder no se origina en la autoridad, ni en el juez. Al contrario, radica en la población, en cada persona libre. Las autoridades y los jueces son servidores de la ley y de las personas, y como tales no pueden interpretar la Constitución o la ley a su albedrío, a su caprichoso saber y entender, o según una consigna. En el orden público no hay libre albedrío. Hay obligación de aplicar los mandatos legales en beneficio de la comunidad y con sujeción a ellos.
En efecto, la democracia responde al principio según el cual el poder es un préstamo precario, transitorio y revocable que la autoridad y el juez reciben de la comunidad a través de la ley. Lo deberían usar con extrema responsabilidad, y, por cierto, hacerse cargo de las consecuencias que sus acciones u omisiones provoquen. El poder no es de propiedad absoluta del Estado, ni el poder es irresponsable; esas ideas no armonizan con la democracia. Al contrario, son argumentos de las dictaduras. El totalitarismo implica apropiación del derecho, abuso de la norma, escudo ante la responsabilidad.
En estos tiempos se ha normalizado la comprensión torcida de la Constitución y de la ley. Se ha normalizado la excusa de la “interpretación” de las normas acudiendo al expediente de los “principios”, sin entender que los principios tienen como función inspirar a las leyes para que guarden concordancia con la cultura y no suplantar su aplicación con la opinión que un poderoso hace de cualquier enunciado teórico bautizado como principio.
Si un juez encuentra un problema sustancial en una norma, o contradicción objetiva con principios de justicia o equidad, tiene potestad para promover un proceso de reforma ante el Legislativo. El juez no puede reformar, por vía de interpretación, la ley que le incomoda. Eso es antidemocrático y peligroso.
No es suficiente leer la Constitución. Es preciso asumir la índole del sistema republicano y obrar en consecuencia.
La democracia bien entendida es un sistema de normas que imperan sobre el poder y sobre los ciudadanos. Esas son las reglas. ¿Las cumplimos? (O)