Si Jorge Glas acaba de ser liberado mediante un recurso de habeas corpus, porque “existe un riesgo contra su integridad física y psicológica”, todas las personas que están detenidas en nuestras cárceles tendrían el derecho de acogerse a este beneficio, considerando lo que significa estar preso en el Ecuador. Felizmente jamás he vivido esa experiencia, espero no pasar por ella, y ojalá ningún ser amado viva ese horror. Pero he escuchado a personas que han estado detenidas y me han transmitido su experiencia: estar recluido en un “centro de rehabilitación social ecuatoriano” es una pesadilla. Más allá de la privación de la libertad, eso implica una exposición cotidiana a todo género de violencia, a las humillaciones traumáticas, a la restricción de la productividad y al riesgo de desarrollar cuadros psiquiátricos reactivos de diverso grado, a menos que el detenido tenga plata e influencias.
No pongo en duda el diagnóstico que los colegas han emitido sobre la situación psicológica de Jorge Glas, porque no me corresponde ni tengo razones para hacerlo. Aparentemente, él “veía sangre en las paredes, escuchaba voces, alucinaba y había un alto riesgo de suicidio si seguía en la cárcel”; es decir, presentaba “un cuadro psiquiátrico grave, un trastorno depresivo mayor con síntomas psicóticos y sin un tratamiento clínico adecuado”. Por mis lecturas, y por el testimonio de algún psicólogo joven que hizo una observación en una cárcel ecuatoriana, no es raro que algunos esquizofrénicos no diagnosticados ni tratados estén en nuestras prisiones en situación de vulnerabilidad extrema frente a la violencia, ni que otros presos desarrollen depresiones severas y psicosis reactivas que los llevarán al suicidio. Es decir, no me extraña que el exvicepresidente haya sido afectado por su encierro en aquella cárcel que su expresidente construyó.
Lo que me extraña es que el señor Glas sea la única persona que puede acogerse a un beneficio al que podrían aspirar casi todas las personas detenidas en el Ecuador, y eso me sugiere que las razones para la realización de este procedimiento diagnóstico que lo ha puesto en libertad exceden las de la buena práctica psiquiátrica y las de la deontología médica. En primer lugar, asumo que una argumentación de este tipo debería estar sostenida, además, por una evaluación suficiente a cargo de peritos psiquiatras designados por la Fiscalía, y no solamente por médicos particulares. Luego, si se confirma este diagnóstico, debería garantizarse la seguridad física del detenido y conducirlo a una institución especializada para que reciba el tratamiento que corresponde. Finalmente, solo si se ratifica que la persona mantiene un cuadro clínico severo y resistente a las medidas terapéuticas, se podría considerar el arresto domiciliario y la continuación de su tratamiento.
Nada de eso se ha considerado en este caso, y más bien se ha procedido con nocturnidad y premeditación para sorprender a las autoridades con un procedimiento viciado de irregularidades, que nos recuerda a Michel Foucault y a los inversos usos que se le da a la psiquiatría en un país donde sigue mandando el más vivo. (O)