Jesús nacería en un inmenso imperio como un galileo más, como parte de la gran población subyugada por Roma que usaba el castigo y el terror para mantener controlada a la gente. Nunca permitieron la más mínima señal de rebelión. La represión era de tal envergadura, que, según el historiador Flavio José, cuando Jesús tenía tres años, aproximadamente, el general Varo incendió Séforis y las aldeas de su alrededor, luego destruyó completamente Emaús y, por último, tomó de Jerusalén a un número incontable de judíos, crucificando a unos dos mil, para advertir la magnitud de poder. Ese era el contexto en el que creció el dios cristiano.
A pesar de la brutalidad de tal escenario, y siguiendo al citado historiador, el país donde vendría Jesús era envidiable por su naturaleza y clima, que permitía toda clase de plantas. Palmeras, nogales, higueras y olivos, todo junto, “se podía decir que la naturaleza se ha forzado por reunir ahí, en un solo lugar, las especies más incompatibles, o que las estaciones del año compiten en una noble lucha por hacer valer cada una sus derechos sobre esta tierra”.
Jesus crece en Nazaret, un poblado ubicado en la Baja Galilea, en donde las familias habitaban en cuevas excavadas en las laderas o en casitas muy básicas de una sola planta y, generalmente, compartían con otras familias el patio, pequeño, pero suficiente para que las mujeres muelan el trigo y donde cabía el horno de pan. Jesús creció viendo en cada detalle el trabajo de las mujeres y la dinámica de una familia grande, comunitaria, que se cuida, que trabajan juntos.
El mundo de la zona era un pequeñito lunar en la inmensidad del imperio, pero inmensos también eran los conflictos entre los judíos, como autoridades sostenían varias riñas. La política reprimía, la violencia era estructurada en lo social y en lo político, parecía una fuerza maligna centrífuga sin esperanza de una vida en plenitud y pacífica. Las mujeres fueron víctimas de abuso desde esa estructura social y religiosa, a su cuerpo, a su mente, a su vida completa, sobrevivieron en la invisibilidad de la marginación total. Se era la esposa de alguien, la hija o hermana de alguien, la mujer sola, sencillamente, no podía sobrevivir.
Esa concepción de familia tenía gran cuidado con la reputación. Era preciso parir varones, cuidar el aspecto físico de las mujeres de tal manera que no se confunda con alguna disponibilidad sexual. Los hombres tendrían que fundar familia, eran cuestiones de honor.
Sin embargo, a Jesús se le ocurre irse lejos del hogar, sin un oficio, cruzando caminos entre los caseríos, hablando de Dios, curando enfermos y anunciando, sin autoridad oficial, una noticia de carácter divina: el reino de Dios habría llegado. Tremendo atentado a la reputación familiar, un escándalo.
La Iglesia ha proclamado tiempo de Adviento para recordar el nacimiento de Jesús, de un Dios que creció en una sociedad tan cruel como es la nuestra ahora. ¿Me pregunto si Jesús viniera ahora, en qué parte de Ecuador nacería, qué escándalo provocaría, a quiénes les diera latigazos, con quiénes se sentaría a cenar, quiénes serían sus seguidores?
Finalmente, si Jesús viniera ahora, ¿lo reconoceríamos? (O)