La afirmación de que quienes dedican su vida al conocimiento desarrollan un alto nivel de conciencia respecto a la inmensidad de lo que desconocen, “yo solo sé que nada sé”, es un lugar común y representa la claridad que caracteriza a quien algo sabe. Este aserto tiene como contrapartida a otra máxima también generalizada, “la ignorancia es atrevida”, que significa que el desconocimiento no asumido es el espacio-condición en el cual se cultivan certezas irreflexivas y afirmaciones rotundas que derivan en actitudes de intemperancia por un lado y de adhesión a pseudoverdades por otro.
Esta realidad es especialmente delicada en la política, porque las decisiones que ahí se toman e involucran a todos podrían ser producto de la alevosía que caracteriza a la supina ignorancia. En el caso del Ecuador, la balanza no se inclina hacia el conocimiento y sí hacia la vulgar desfachatez de quienes no saben y por eso son grotescos y desafiantes. La política ecuatoriana nos refleja descarnadamente en nuestras miserias y carencias. Se valida la altanería, procacidad, suciedad, mentira, hipocresía y estulticia, porque se desconoce el poder de la humildad, contención, limpieza, veracidad, coherencia e inteligencia. Da igual lo uno o lo otro. El burdo desafía al que no lo es, se impone arrasándolo y es celebrado por multitudes atrabiliarias que festejan jubilosas el triunfo de la ignorancia y del descaro.
En el ámbito de la educación institucionalizada –uno de los escenarios originarios de los comportamientos de todos–, el tema tiene algunos rasgos comunes con el de la política, con la especificidad de que las formas del trato social, en general, son mejor cuidadas que en el espacio político. Sin embargo, algo tampoco funciona en el ambiente de la educación, porque ahí se gestan –muchas veces– comportamientos que reivindican la superficialidad del conocimiento, el facilismo, y a la exigencia se la califica como una exageración. Los niveles de lectura y comprensión son pobres, y entre nosotros, escandalosamente bajos. Vemos un título en redes sociales o medios de comunicación y por leerlo creemos que ya sabemos. Esta forma cultural es producto del uso acrítico de tecnologías, que por sí mismas no resuelven nada y menos la educación de las personas.
La inmensa fatuidad y ordinariez, que en ocasiones se desprende de la aplicación política de las ideas filosóficas de la deconstrucción, son el resultado asumido con jolgorio por quienes, desde la ilusión de saber –creen que conocen por haber mirado títulos o leído tuits– luchan por la destrucción de lo básico sin asumir su responsabilidad de la decadencia alcanzada por el abandono de referentes. Es posible seguir otro derrotero, fortaleciendo enfoques para lograr una educación de calidad, volviendo a esencias como la sólida formación cívica, el manejo de un lenguaje rico en significados y la capacidad de expresión.
La ilusión de saber valida lo infundado, rechaza lo esencial y caracteriza a las personas que, por no saber, tampoco comprenden el valor de la educación, y reivindican la destrucción y el atropello como formas de construcción social. (O)