En el 2020, Donald Trump puso de moda desconocer elecciones en las cuales perdió por millones de votos, además del Colegio Electoral. Auspició un levantamiento contra el Congreso de los EE. UU. que terminó causando la muerte de varias personas, incluyendo policías. Y cuando esto no funcionó porque tuvo un vicepresidente que escogió cumplir la Ley, se retiró a su centro de operaciones en Mar-a-Lago con el mismo discurso de elección fraudulenta. Es más, empezó a seleccionar quiénes se quedaban y beneficiaban del partido con base en su capacidad de defender y repetir lo que desde entonces se denominó “La gran mentira”.
Atrás quedaron los días en los que la decencia y el respeto a una transición pacífica motivaron a Al Gore a reconocer inmediatamente su derrota y eso que perdió con un margen de apenas 537 votos en el estado de la Florida. Él mismo certificó la elección del año 2000 en Estados Unidos.
El mal ejemplo de Trump ha hecho que otros líderes autoritarios o protoautoritarios se sientan cómodos y hasta amparados creando “grandes mentiras”. Nicolás Maduro lo hizo, gracias a que controla todos los poderes del Estado, cuando mandó a sus adláteres a desconocer los millones de actas electorales que demostraban que perdió la contienda del 2024 frente a Edmundo González y simplemente declararlo ganador.
Por desgracia, esta estratagema viajó rápido al Ecuador en las pasadas elecciones, pero al revés: existen los miles de actas que demuestran que el candidato-presidente Daniel Noboa ganó, pero a Luisa González y a su mentor les pareció mucho más rentable crear una “gran mentira” a la ecuatoriana. Decididamente el libreto autoritario está volviéndose casi una franquicia, ya muy bien catalogados por autores como Ann Applebaum o Sergei Guriev y Daniel Treisman, en cuyos libros –por cierto– figura el expresidente Rafael Correa como uno de los casos de estudio. El tema central de estas estrategias sigue siendo crear una posverdad, adaptando pequeños elementos que superficialmente parecen ciertos, pero que no tienen ningún sustento real y volverlos virales. Esas grandes acusaciones crean grandes narrativas, generalmente acusando al contrario de faltas cometidas por ellos mismos en el pasado, con la esperanza de que “repetidas mil veces” se impriman en la memoria de la gente y se vuelvan creíbles.
Lo que ha salvado a muchos pueblos de un desastre autoritario, del cual es muy difícil salir, ha sido el sentido común de grandes mayorías, que simplemente con la honestidad de sus votos han optado por el candidato que menos peligro les representa para su libertad, forma de vida, sentido de respeto. Nada más. Parafraseando el título de la gran politóloga Nancy Bermeo, las democracias las salvan personas ordinarias entendiendo los tiempos extraordinarios en que vivimos. No es que no haya problemas o deficiencias electorales, la principal de ellas cuando hay cancha inclinada y no hay respeto por la división entre campaña y gobierno, pero fraude propiamente dicho es difícil aun en democracias frágiles, mientras estas permanezcan razonablemente abiertas. Esa es la lección que nos deja el domingo 13 de abril. (O)