El abogado litiga, promueve el pleito, defiende al cliente, estudia los argumentos, presenta pruebas, alega, gestiona, apela. Hay abogados que contraen su actividad a la mecánica del proceso, diseñan estrategias y despliegan en las audiencias toda la batería de argumentos que alientan sus tesis.
El abogado combate en los terrenos de juzgados y tribunales. El aire que respira es el del litigio. Con excepciones, parte de la ley, el contrato y la infracción y, por cierto, del interés del cliente.
El jurista piensa el derecho y la norma y la pone en el contexto de la justicia, busca las razones de la Constitución y de la ley, reflexiona sobre su índole, cuestiona sus reglas o confirma sus preceptos, pero siempre más allá de los límites, con frecuencia estrechos, del litigio; busca certezas y encuentra dudas en los trasfondos filosóficos del régimen jurídico.
Para el jurista, la ley es un mecanismo del poder, un recurso del Estado, un instrumento que, a veces, hace posible la convivencia, y que no siempre acierta a navegar entre los grandes temas de la justicia: los derechos individuales y la naturaleza represiva de todos los poderes. El drama que el jurista se plantea es el de las razones morales de las normas. Son materia de reflexión aquello de la obligación de obedecer y el complejo problema de la legitimidad del mando, el debate entre las potestades del Estado y los límites que marcan la intimidad, la libertad y la autonomía de las personas.
El jurista no se limita al ejercicio de la estrategia judicial, de los cálculos de probabilidades y de las presiones del cliente. Para el jurista se trata de “pensar el derecho”, de cuestionarlo si es preciso, de habituarse a mirar más allá de las razones del Estado y de los apetitos de los grupos de presión; se trata de mantener intacto el hábito de examinar las reglas y de buscar las razones en el sentido común, en el sentido de justicia, o quizá en la tradición, y remontando siempre la confusa literatura de los artículos, o la redacción de los contratos.
Juristas hubo que trabajaron por nuevos tiempos para el Derecho, que entendieron la índole a veces perversa de la política, o las razones de las revoluciones, o la firmeza de tradiciones y costumbres. Juristas hubo que, a partir de la duda, intentaron descubrir la verdad; que testimoniaron que sí era posible la integridad; que enseñaron, tuvieron discípulos, amigos y adversarios. Intuyeron la llegada de épocas en que había que cambiar reglas y costumbres.
Tiempos hubo de grandes juristas, gente de letras, individuos de pensamiento, inspiradores de generaciones distintas. Tiempos hubo en que un alegato bien escrito era una pieza literaria, una poderosa apelación política, una tesis tras la que se podía intuir una forma distinta de entender la legalidad. Alegatos hubo que fueron palabras valientes y claras para objetar al poder, a la injusticia o a la mentira.
Tiempos hubo de grandes juristas. Acaban de morir dos. Mi homenaje a Francisco Díaz Garaycoa y a Jorge Zavala Egas. (O)