Entre mis contertulios tengo algunos que aseguran que Jesús nació en agosto y no en diciembre (dicen que los Evangelios no recogen ninguna señal del invierno en los días de la Natividad), pero aquí estamos, situados donde la mayoría quiso, es decir, dentro de una celebración mundial que tiene consagrados todos sus pasos. Hoy es fiesta de guardar e irán los devotos a misa, pese a algún estrago que hubieran dejado las cenas de Nochebuena. Yo soy una no creyente peculiar, porque repaso a menudo las escrituras y escruto lo que subyace bajo las letras.

Mateo no entra en detalles sobre el nacimiento del Niño Dios, solo dice que ocurrió “en los días del rey Herodes” (que según la historia gobernó del 40 al 4 a. C., es decir antes de la llegada de Jesús); Marcos inicia su Evangelio con el bautizo; Lucas, quien no conoció a Cristo, en cambio se remonta a la anunciación, el encuentro entre Isabel y María, el nacimiento de Juan, quien será el Bautista y respecto de Jesús, cuenta desde la orden romana de empadronamiento, que llevó al matrimonio de José y María a Nazaret, pueblo de Belén, donde ocurrió el parto, y allí sí leemos un hecho extraordinario: unos ángeles del cielo anuncian a pastores de las cercanías que ha nacido un “salvador”. Juan, con su ímpetu poético, solo mencionó que “el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Si reparamos en este caudal de información, constatamos que es poco para la cantidad de derivaciones, ritos y devociones que se cultivan entre cristianos y hasta en otras culturas, por el mismo hecho. Mirando el mundo y observando sus contradicciones, la Navidad parece haberse independizado de su origen y convertido en una fiesta que repite costumbres porque… es así. Tal vez, quienes llevan los lunes de Adviento, con sus correspondientes oraciones y cánticos; los que arreglan el rincón doméstico con las figuritas del nacimiento –el niño se coloca el 24 de diciembre a las 24:00–, tengan presente la enorme significación de la fecha.

En cambio, los juegos del amigo secreto, las compras de chucherías para poner en las mesas adornadas, la enorme cantidad de regalos que se van dejando en las manos que se agasajan –que han llevado al papa León XIV a llamar a la mesura–, con su contraparte en las hordas que piden forzados aguinaldos, pascuas de puerta en puerta, deslíen y devalúan el sentido primigenio del regalo, de su evocación en lo que dieron los pastores o los reyes magos, al pequeño que recostado en un pesebre iniciaba su recorrido humano.

La historia cuenta que en la Navidad las guerras han pactado treguas, las familias se han perdonado sus particulares reyertas, las personas han compartido lo que tienen. Hoy, no me llamaría la atención que Rusia bombardee otra vez a Ucrania, que los únicos 500 cristianos que quedan en Gaza sufran más reducción, que los bancos adelanten sus balances para saber cuánto han ganado, que los vendedores suban los precios de los ansiados alimentos de la mesa navideña, que los sicarios eliminen a otra persona por unos pocos dólares. El reino del amor, la doctrina de ese niño que creció y predicó hasta expandirla durante tan solo tres años, no ha convencido de verdad a la humanidad. La sangre inocente sigue corriendo, como la del que murió en la cruz para hermanarse con el dolor, y liberarnos. (O)