Éramos tantos los Borja que en Navidad la pared del salón desaparecía bajo una avalancha de botas rojas que se colgaban para cada miembro de la familia y que milagrosamente se preñaban de dulces: delicadas bolas crujientes rellenas de una pegajosa sustancia blanca y recubiertas de chocolate (creo que se llamaban huevitos y estaban envueltos en papel aluminio rojo que se rasgaba en trizas brillantes que se adherían al chocolate, los dedos, la ropa y la alfombra). Venían acompañados de galletas de animalitos con gusto a jabón y caramelos masticables de sabores irreconocibles. La ilusión con la que cada año esperaba hallar mi nombre en ese museo navideño en casa de mis abuelos no surgía, pues, del botín sino más bien del ritual.

En casa de los Salazar la tradición era otra: mi abuelita ha ido bautizando a las ovejas del pesebre con los nombres de cada miembro de la familia. Ahora ya son tantas las ovejas en ese nacimiento al que solo he visto en fotos ya dieciocho navidades, y tantos los nuevos familiares a los que aún no he podido abrazar, y tantos los cambios que han transformado sus vidas (los primos niños de los que me despedí al emigrar se han casado y tienen ya sus propios niños) que ya no sé cómo se sentirá esa fantasmal ovejita que lleva mi nombre rodeada de tantos amados extraños.

Son duros y frágiles los vínculos familiares. No se me han roto porque me aferro a la nostalgia de la memoria y a la ilusión de que el contacto virtual es real. Pero conozco demasiadas historias de lazos cortados por siempre entre familiares que han compartido largos periodos de sus vidas y viven a cinco minutos de distancia. Peleas mezquinas o malentendidos, intolerancia ante las decisiones ajenas, esa peligrosa convicción de que los otros deberían vivir de acuerdo a nuestros propios códigos y manuales. En fin, extraño como loca a todas esas ovejitas y también a los dueños de las ya extintas botas rojas, pero así como añoro a la mítica familia latinoamericana, me alivia también la libertad de que me quieran de lejos, fantasmalmente y, por ello, sin juicios.

Para conflictos familiares me bastan los gritos de mi hija menor cuando la mayor dictamina la posición exacta de nuestros bellos bombillos navideños, o mi reprimida desilusión tras una década de menús navideños sin pato ni pavo ni ganso, ni siquiera un pilche pollito, porque el chef de la casa es estrictamente vegetariano y tan absolutamente dueño de la cocina que no me está permitido asar en el horno ni un solo pajarito.

Dicen que la Navidad es mágica, y lo es: para los niños que gozan de los rituales y para los adultos que recuerdan, evocan y hacen todo lo que está en sus manos para renovar la esperanza. Feliz o infeliz, hay algo innegablemente fascinante de la Navidad, y es el ahínco con que intentamos ser felices, la generosidad con que regalamos, invitamos y convidamos. Somos tiernos los seres humanos, incansables en nuestra búsqueda de paz y de amor. Tenemos el enorme mérito de no darnos por vencidos aunque algunas navidades resulten dignas de una tragicomedia y otras pura tragedia, mientras repetimos llenos de fe e ilusión, año tras año, Feliz Navidad. (O)