Siguiendo una pésima y poco democrática costumbre, la conmemoración del 9 de Octubre se realizó en dos sesiones paralelas y antagónicas. Sus protagonistas fueron dos guayaquileños que, a fuerza de no contar con algún peligro externo que amenace a la ciudad, asumieron el papel de contendores que deben excluirse mutuamente. Si cada uno de ellos quiso apropiarse de la fecha para levantar su imagen (que en ambos casos va para abajo), el intento fracasó ahogado por el respectivo eje que seleccionaron para sus intervenciones.

Lo más destacado del discurso del alcalde de Guayaquil fue el calificativo con el que se refirió al hombre guayaquileño. Sostuvo que este no se intimida ante nada y, para corroborarlo, lo calificó como arrecho. Seguramente, en un paseo por las redes sociales oyó una intervención del dictador venezolano en la que usó la misma expresión, pero en ese caso para referirse a su estado de ánimo. Más allá de que haya o no escuchado aquella afirmación o de que sea una simple coincidencia, lo cierto es que sorprende el uso de una palabra que se deriva del latín erectum y que, por tanto, tiene una connotación estrictamente sexual. Afirmar que el guayaco, como llamó reiteradamente al hombre guayaquileño, tiene esa condición significa que está en permanente excitación e incluso no se podría descartar que padezca de alguna forma de priapismo. La ausencia de la mujer guayaquileña en su discurso fue de la mano de esa concepción que es claramente heredera de la fuerza testicular que reivindican los socialcristianos. La inteligencia y otras cosas por el estilo no tuvieron cabida -no pueden tenerla- en un discurso de esa orientación. Basta con que sea arrecho, signifique lo que pueda significar esa palabra en una estación de gasolina.

En la otra sesión, se esperaba que, dadas las condiciones de oscuridad en que vive el país, el presidente de la República dirigiera un mensaje serio y responsable no solo a los habitantes de Guayaquil, sino a los diecisiete millones que viven en la incertidumbre. Como si se tratara de la visita privada previa al feriado que comenzaba pocas horas después, esta fue un agasajo familiar en que el hijo condecora al padre, se celebra a sí mismo y se atribuye un tipo hasta ahora desconocido de liderazgo: el liderazgo improbable. Queda para los especialistas desentrañar lo que pueda significar ese calificativo, pero más allá de sus connotaciones lingüísticas y semiológicas, lo cierto es que parece una traición del subconsciente del candidato más que una afirmación meditada del presidente. Cabe esperar que esta ocasión se borre de la memoria colectiva y no pase a engrosar la larga lista de los actos oficiales de las repúblicas bananeras que han poblado la historia de nuestro continente.

Guayaquil y el país se merecían en esta fecha -y se merecen siempre- actos en que se los respete. Esta jornada careció precisamente de eso, de respeto, de reconocimiento de la condición humana de sus habitantes. Una condición humana que no está en la brutalidad de origen sexual ni se restringe al estrecho círculo familiar. Las palabras y los hechos de ambas autoridades alimentan la percepción de mediocridad que una mayoría ciudadana encuentra en los políticos. El orden democrático exige responsabilidad de las autoridades y respeto a sus habitantes. Eso no se logra con escenas grotescas. (O)