Una epidemia se expande de manera fulminante en el Ecuador. Una ceguera blanca que afecta la capacidad de razonar y ver los colores de la vida política se ha propagado a lo largo del territorio. Tiene una alta capacidad de contagio a través de conversaciones de contacto directo o digital. Se permea en las mentes sin discriminar sexo, edad, religión o nivel socioeconómico. Las mascarillas, títulos universitarios y vacunas no impiden que la ceguera se extienda en cualquiera de sus variantes: la correísta y la anticorreísta.

El primer tipo de ceguera, el correísmo, afecta la capacidad de autocrítica y de ver los desaciertos del periodo de gobierno de la organización política que apoyan. Su causa principal es un sentimiento de enamoramiento que solo permite ver lo bueno, bonito y positivo de su objeto admirado. Como todo amor, afecta la corteza prefrontal y libera una cantidad de dopamina que inhibe el razonamiento lógico. Así, incluso luego de varios años de estar lejos de su ser amado, la ceguera correísta sigue liberando oxitocina y fortaleciendo su apego y anhelo por ese pasado mejor.

El segundo tipo de ceguera, el anticorreísmo, inhibe la capacidad de elogiar y de ver los aciertos del periodo de gobierno de la organización política a la que se oponen. Su causa principal es un sentimiento de desencantamiento –por no decir, odio– que solo puede ver lo malo, feo y negativo de su objeto despreciado. Como todo desamor, también afecta la corteza prefrontal y activa el putamen y la ínsula poniendo a funcionar el “circuito del odio”. De esta manera, aunque ya hayan pasado varios años de ausencia de su ser no-amado, la ceguera anticorreísta sigue generando suficientes hormonas para reafirmar la creencia de que la culpa de todo la tiene su ex (gobierno).

Pero ambos tipos de ceguera no tienen un origen neurobiológico, sino intelectual o quizás moral como dirían Bauman y Donskis. Y, como en toda sociedad, no todas las personas están ciegas. Existen algunas que están condenadas a ver. Estas son las que nos recuerdan que podemos ver, pero estamos ciegos; o estamos ciegos, aunque veamos. Este escenario, tan parecido a la platónica alegoría de la caverna donde estamos cómodamente encadenados y solo vemos las sombras, mas, no los objetos reales, está matando desde adentro nuestros espacios de deliberación pública y reflexión privada.

Cual manicomio saramaguense, gran parte de nuestra comunidad política además de padecer una de las dos cegueras, está envuelta en un diálogo de sordos, donde los pocos que pueden ver (y escuchar) tienen una voz muy baja. Así, en algorítmicas cámaras de eco instauradas en las redes sociales y propagadas en nuestras salas y comedores familiares, se repiten posverdades que facilitan la polarización política carcomiendo nuestra gangrenosa democracia, convirtiendo nuestra política en cada vez menos “polis” y cada vez más necrópolis.

En estos tiempos de ciegos, tan escasos de luz –literal y metafóricamente– necesitamos más ojos que vean y voces que guíen. Sino el próximo apagón será más que un corte de luz: será un deshumanizante apagón moral, social y político. (O)