“Elogio de la literatura y la ficción”, el discurso pronunciado por Mario Vargas Llosa con ocasión de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 2010, es un documento altivo, enriquecedor y polémico, que transita por lo afectivo, lo político y lo literario; que alude al torbellino de la sociedad moderna y que, al mismo tiempo, reafirma el valor de la nostalgia, la función de las ideas, la trascendencia de la imaginación y la tarea de los contadores de historias.

Plantea, como tema esencial, el debate entre la literatura libre y la sometida, entre la novela y la propaganda. Es un alegado en pro de la libertad, del derecho a pensar, a escribir y a decir, y es breve y certero dardo en contra de quienes, agazapados en el poder, se empeñan, como los viejos inquisidores, en arrebatarnos la palabra, silenciar la crítica y entronizar la voz del “único”.

Es un flechazo elegante y agudo en contra de los que le temen a la ficción, de los que saben que una sociedad a la que se le arrebata la capacidad de soñar, y en donde se penaliza disidencia, es el reino ideal de las dictaduras.

“No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización”, dijo Vargas Llosa en aquella ocasión. Y afirmó: “Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral… a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura”.

Y señaló algo que debería sonar largamente en los oídos de la gente que trabaja en confundir patria con partido, país con caudillo: “La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa dónde estemos, existe un hogar al que podemos volver”.

Mientras Vargas Llosa, al recibir el Nobel, hacía esta defensa de la libertad, la literatura y la ficción, el gobierno comunista de China calificaba al otorgamiento del Nobel de la Paz al disidente y preso político Liu Xiaobo, como “teatro político que no hará vacilar nunca la determinación del pueblo de China en el camino al socialismo…”.

Es decir, el viejo cuento del socialismo como excusa para apresar, negar los derechos y enterrar las libertades. El poder arrogante ante el valor de la palabra. El miedo a la discrepancia, y la audacia del totalitarismo ante la serena afirmación de la condición humana.

Y todo ello en medio del vergonzoso silencio de organizaciones de derechos humanos, y otros personajes al estilo, que hacen de agentes del totalitarismo. Silencio y complicidad, politización del discurso de la dignidad humana.

Contrastes de aquel año 2010, y de este tiempo nuestro en que la utopía mentirosa del socialismo aún fascina a algunos, pese a todas las evidencias. (O)