El nuevo canciller de Alemania, Friedrich Merz, elegido el pasado domingo, no se ha ido por las ramas. Tal como lo dijo durante la campaña electoral –la más corta en la historia reciente de ese país–, la prioridad de su gobierno será llevar a Alemania y con ella a la Unión Europa, a independizarse de los Estados Unidos en términos militares y de seguridad. Una posición como esta, asumida nada menos que por el líder de la conservadora Democracia Cristiana alemana, era impensable hasta hace poco. Después de todo, Alemania no solo que es la tercera potencia económica del mundo y una sólida democracia, sino que ha sido uno de los aliados más leales de Washington desde el fin de la II Guerra Mundial. Pero es una posición que a la luz de la nueva política –si es que así se la puede llamar– de Trump, parecía inevitable. El orden internacional que, a los demócratas y republicanos estadounidenses, desde F. Roosevelt hasta R. Reagan, les tomó décadas construir hoy parece agonizar.

Hasta el fin de la Guerra Fría, la escena internacional se había caracterizado por la presencia de varios centros de poder (multipolar) o de al menos de dos (bipolar). Desde Tucídides hasta el advenimiento de las armas nucleares, las naciones rutinariamente se engarzaban en construir acuerdos que les garantizaban cierta estabilidad; balances que luego declinaban, para ser reemplazados por otros. El orden internacional creado luego de la Segunda Guerra Mundial tuvo, sin embargo, una característica única. Al contrario del pasado, por primera vez una potencia hegemónica vencedora aceptó someterse a un enjambre de principios y reglas e instituciones, inspirados en una ideología (la liberal) que demandaba, entre otros, respeto a las normas, al comercio libre, la libertad de opinión y los derechos humanos. Gracias a esa decisión –que no siempre funcionó perfectamente– fue posible formar acuerdos económicos, militares y políticos que hicieron posible un crecimiento económico extraordinario, preservar las libertades, y, sobre todo, llevar al colapso a la Unión Soviética.

Pero con el fin de la Guerra Fría el mundo asistió a un fenómeno singular: el de un poder hegemónico que a pesar de su posición unipolar aún estaba dispuesto a jugar con las reglas creadas en 1945. Pero a Trump y su gente le fastidia esto. Le fastidia que Washington, a pesar de su enorme poder militar y económico, esté llamado con su ejemplo a respetar un orden normativo, institucional e ideológico de inspiración liberal. Cree que los Estados Unidos debe simplemente asumir un rol imperial y no someterse a ninguna ley. Y en esa lógica solo deberá entenderse con otros imperios. Su admiración por tiranos como Putin, su desdén por los demócratas europeos, su decisión de entregar Ucrania luego de tres años de heroica lucha, y con ella toda Europa, a los brazos del Kremlin, no son simples errores.

Como lo han dicho muchos de sus líderes, Europa corre ahora contra el tiempo. Su edad de complacencia terminó. Ante el abandono de Washington, tendrá que convertirse en una potencia militar para frenar el histórico expansionismo ruso. El canciller alemán Merz lo tiene claro. Y es que sentarse a esperar que la democracia estadounidense reaccione o que la inflación liquide al inquilino de la Casa Blanca es muy riesgoso. (O)