El país votó. Lo hizo entre miedos y escepticismo, dolores y cansancios, lluvias y silencios, vestidos que eran símbolos y mayores que eran baluartes. La incertidumbre era el telón de fondo, unos buscando seguridad, otros pidiendo justicia, unos gritando castigo, otros susurrando cambio. Todos con la esperanza resguardada como ceniza que alberga fuego. En Guayaquil comenzamos con lluvia y terminamos con sol, justo al revés de los pronósticos del clima.
Es demasiado pronto para analizar con profundidad las causas. Fueron muchas y todas contundentes. Se eligió al presidente con una diferencia clara, no fue empate técnico, ni confusión de última hora. Muchos votaron más por miedo que por esperanza, más por descarte que por convicción. Y aún así votamos. La asistencia fue mayoritaria.
Porque creemos que cada voto vale y tiene peso, que no podemos dejar el país a la deriva.
Cuando la política se convierte en trinchera y el poder se convierte en botín, es difícil aceptar derrotas. Un país no se levanta con gritos ni se reconstruye con espías y balas. Ganar no debería significar aplastar, perder no debería significar incendiarlo todo. El país necesita adultos emocionalmente estables, gente capaz de gobernar sin imponer, gente que entienda que no existen gobernantes perfectos, y que muchas veces lo que se critica del otro es lo que no se quiere ver en uno mismo. Políticos que entiendan que disentir no es traicionar. Que, en cambio, sí puede ser traición seguir las directivas de un jefe sin analizar, y peor aún, hacerlo, aunque se esté en desacuerdo. La candidata que no ganó dice que hubo fraude. Que le robaron la victoria, lo repite, lo instala, lo grita, no asume ningún error. Lo hace sin pruebas sólidas, sin respeto al proceso, sin medir el daño profundo que ocasiona. Aceptar una derrota no es rendirse, es ser parte de algo más grande que uno mismo (siempre habrá un ganador y un perdedor), es parte del juego democrático, imperfecto, pero con el que logramos ordenar y convivir en sociedad. Hay grandeza en saber perder.
La democracia no se mide solo en votos contados, se mide en lo que se hace después de contar y ganar. Se gobierna para todos, con lo mejor de todos y con un plan enriquecido con las propuestas válidas de los adversarios. Lo que está en juego es el alma misma del país y su capacidad de reconstrucción. Y en ese renacer no pueden entrar la corrupción, la impunidad, las mafias y los grupos de delincuencia organizada (GDO). Los cimientos deben ser la educación, el empleo, la salud, el trabajo estable y la seguridad.
Es polémico dar unos días de asueto, cuando el país debe producir y la población trabajar para hacer frente a un desempleo galopante.
Pero a la vez la tensión que recorre las venas abiertas de un país roto por dentro, hecho pedazos por la incertidumbre y el miedo, necesita espacios de relajación, entusiasmos colectivos, vividos o no en una semana cargada de sentidos religiosos, donde cada uno y cada familia escoja el ruido o el recogimiento, lo que mejor le ayude dentro de sus posibilidades a pasar la página y tratar de recuperar la alegría y el sentido de la vida propia y colectiva.
El triunfo se convierte en exigencia. (O)