¿Cuántos árboles ha sembrado, lector?; ¿ha cuidado alguno, se ha dolido de su muerte? ¿Quedan en su memoria los incendios o se olvida pronto de ellos?

Preguntas que hago en tiempo de incendios, de depredación e indolencia. Preguntas que pueden establecer alguna pista de si los ciudadanos, nosotros, los ricos, los pobres, la clase media, asumimos que es una tragedia lo que ocurre en estos días, que es evidencia innegable de la decadencia que caracteriza a este tiempo, y reflejo de la crisis que afecta a las instituciones, a su capacidad de respuesta, pero también, y mucho, a la sociedad civil, a la conducta y al sentimiento de cada cual.

Siamesas desiguales

El árbol que se cuida y se protege es signo de civilización, es testimonio de la vocación por la tierra, de esa vocación que puede ejercerse en la finca o en la maceta, en el parque o en el jardín, en el balcón o en el patio. Si se entiende que las plantas, que el árbol y el páramo, como el agua y la vitalidad de un río, son parte esencial de la vida, entonces será posible confiar en que la sociedad camina bajo valores que pueden salvarla de las tragedias que vienen desde la política, desde la voracidad y la indolencia.

Veo el humo de los incendios, el cielo turbio, el sol sangriento. Escucho las historias de los que se quedaron con la tierra quemada y el bosque en ruinas, de los que lucharon y luchan contra las llamas: los hombres y mujeres comunes, los bomberos, los policías, los que se duelen, los que claman por la suerte de los árboles, los chaparros y los pajonales, de los pájaros y los conejos. Y me pregunto: cuánto nos importa lo que se quema, cuánto nos duelen los proyectos y las ilusiones que se hacen humo. ¿Nos importan?

Entre el espectáculo de la política y los testimonios de la violencia, la presencia de la voracidad de los incendios apela de otra forma a nuestra conciencia. Los incendios son expresión de la destrucción y la muerte, son la tierra arrasada, la negación del paisaje. No puedo entender de otra manera los frailejones extintos de El Ángel, las ruinas de Palugo, el desastre de los Illinizas, la angustia de los chagras de Jaluví, las laderas negras de Loja, las quebradas sin agua, los ríos convertidos en cauces de piedra. Son formas de matar, y un modo certero y trágico de negar el porvenir y de reducirlo a cenizas, a ruinas y a humaredas sin fin. A desolación.

Por eso me pregunto, y les pregunto, lectores: ¿cuántos árboles hemos sembrado? Frente a las quemazones y a una sequía inclemente, los árboles son la afirmación, una posibilidad de salvación. Y si se queman, disminuye o se anula la esperanza de tener un mundo razonable para vivir.

Este no es un tema de leyes ni de autoridades solamente. Es asunto de sensibilidad, de respeto al mundo; es el reto de entender que el árbol, el bosque, el río limpio, el paisaje son parte esencial del bienestar y que, más allá de las palabras y los discursos, respetarlos y dolerse de su suerte es un compromiso moral que excede en mucho a la literatura política y que debe golpear a la indolencia. (O)