La misma noche que vi la película Cónclave adquirí la versión virtual de la novela del mismo nombre. Me urgía conocer cómo era la obra literaria de la que había salido tan buen guion. Así supe que existía el escritor británico Robert Harris, que simultáneamente a su carrera de periodista había desarrollado una literaria, que le resultó tan exitosa que lo llevó a dedicarse solo a ella. Hoy con varios thrillers históricos a su haber, es traducido a 37 idiomas.
La novela se publicó en 2016 y, como tenía que ser, ostenta peculiaridades que solo la palabra puede contener. Me voy a referir exclusivamente a la escritura (luchando contra las imágenes del cine que quedaron fijadas en mi retina) de una ficción formidable, no exenta de conocer los procedimientos fijados por la tradición y las leyes católicas que se ponen en movimiento cada vez que hay que elegir un nuevo pontífice. El autor ha visitado el Vaticano, ambienta a la perfección la Capilla Sixtina, las pinturas de Miguel Ángel y el interior de la Casa de Santa Marta, donde se alojan los cardenales en la convocatoria para la elección.
El primer rasgo que aprecio es la narración omnisciente, que permite la total libertad para contar desde el interior de los personajes, por tanto, el lector conoce los pensamientos diferentes a la expresión: sabemos cuándo mienten, sus errores pasados, sus ambiciones (aquello de que todo cardenal ha “jugado” con la idea de ser papa y ha elegido el nombre que usaría”). El narrador privilegia la mirada del cardenal decano, quien tiene la responsabilidad administradora del cónclave y siguiéndolo a él conocemos con detalle, los pasos de los tres días que transcurren para que en ocho votaciones –con el ritual que exige juramento antes de depositar cada voto en un ánfora–. Se trata de una de esas novelas que no dan respiro al lector, pese a su ordenada estructura en capítulos, cuyos títulos son generadores de sentido.
La creación de personajes y su ubicación en bandos es otro punto fuerte de la novela. Nadie sabe lo que ocurre en un cónclave, que cultiva el clásico secretismo de la iglesia, por eso es interesante asistir a esta reunión imaginada a base del reglamento que la rige: que puede haber cuatro votaciones en un día, que los cardenales no deben estar expuestos a los hechos del mundo, que abandonado el latín como lengua de la iglesia lo que impera es el italiano. En este cónclave ficticio el papa fallecido tiene semejanzas con Francisco, porque se han modernizado algunas facetas de la sacra institución y un grupo tradicionalista pugna porque vuelva al poder un papa italiano, renuente a las ideas actuales (no a la presencia de la mujer, ninguna apertura de ideas a la homosexualidad, negar la comunión a los divorciados). Y el decano es italiano, pero del grupo de vanguardia.
El thriller está alimentado por detalles que justifican una investigación intercalada entre las votaciones, cuyo eje es el decano. Quien salga electo no puede tener sombras en el pasado. ¿El cardenal in pectore que aparece para sorpresa de todos y convence con la alocución más limpia, por encima de la misma homilía original del decano, lo estará? El final de la novela es uno de los más admirables giros de fortuna –peripecia decía Aristóteles– que se pueda esperar de una estructura perfecta. (O)