Es domingo por la tarde y las playas de Casablanca están desbordadas. Son los habitantes del mayor puerto de África, que acuden al sol para recargar energías y despejar la mente. Se dejan llevar por el vaivén de las olas con la certeza de lo permanente. El mar Atlántico está allí, presente en la vida, presto para recibirlos. Los turistas prefieren la comodidad de las piscinas en los hoteles, postizos santuarios vacacionales en los que todo tiene que ser perfecto. En la arena no se pretende la perfección: es la comunidad viva, diversa y llena de energía para el juego. Alrededor de cuatro millones de personas conviven en este puerto, coronado por una de las mezquitas más grandes del mundo.

Un bárbaro en Marruecos

Mientras recorro el muelle, aparece ante mis ojos la torre o el alminar de 200 metros que construyó Hassan II en 1993, el segundo monarca desde la independencia marroquí, para albergar a 25 mil personas en la sala de oración y alrededor de 80 mil en la explanada durante el ramadán. Solo las mezquitas de La Meca y Medina la superan, la de Argelia la iguala. El sol se aleja en el poniente, iluminando con sus últimos destellos este templo, construido con los más lujosos materiales de todo el reino.

Además de visitar su interior, me aventuro en la tradicional experiencia del hammam, baños turcos acompañados de fuertes masajes y abluciones, que consisten en la purificación del cuerpo y la piel por medio del agua, que es sagrada.

Llego al Café de Rick y pido una mesa, desde donde escucho As time goes by en piano. Recuerdo la frase emblemática de la película Casablanca (1942), que dirigió Michael Curtiz y que contiene uno de los papeles inolvidables de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart: Play it again, Sam (Tócala otra vez, Sam). En tiempos de la Segunda Guerra Mundial aparece en el Café de Rick su antigua amante, Ilsa Lund (Bergman), y su esposo, Víctor Laszlo (Paul Henreid), desesperados por huir a Lisboa y luego a los Estados Unidos. Rick (Bogart) tiene dos salvoconductos. Laszlo le pide que, al menos, se lleve a su esposa, pero Rick no ha podido olvidar el pasado: cuando Ilsa Lund lo abandonó en París, el día en que empezó la ocupación alemana de Francia. Ella jamás le dijo que estaba casada, porque pensaba que su esposo había muerto en manos del nazismo.

Yo he llegado a Marruecos para participar, junto a Amira Herdoiza, en el consejo de administración de Coalition Plus, una organización que articula las respuestas contra el VIH/sida en el mundo. Nosotros representábamos a la Corporación Kimirina, que hace lo propio en el Ecuador. La ocasión me ha permitido explorar una pequeña parte de Marruecos, su historia, su cultura y su gastronomía. Todo viaje implica una reconfiguración de la vida y la posibilidad de la propia observación. Soy una lucha constante entre la fuerza que proyecto y la debilidad que la soporta. Quizá son los dualismos: la vida y la muerte, la fortaleza y la fragilidad, la memoria y el olvido. Rick, al final de Casablanca, ayuda a huir a Ilsa Lund y Víctor Laszlo. Deja ir un apego y gana la posibilidad de construir un nuevo futuro, porque todos estamos llamados a superarnos a nosotros mismos. (O)