Decir de la escritora guayaquileña Gilda Holst (1952-2024) que fue una mujer de su tiempo es una simpleza, pero es lo primero que se me viene a la mente con la noticia de su reciente muerte, porque los tiempos en los que ella incidió también fueron de audacia, emoción y desconcierto, y así mismo fue Gilda: su presencia en el mundo fue para cambiar su tiempo y el de su entorno, el de sus amistades, el de sus lectores. En los espacios en los que actuó –su casa, sus clases, su escritura, su voz pública–, Gilda fue una persona singular, diferente, llena de ideas sorprendentes y garantía de agudeza y sutileza.

Felizmente Gilda nos deja un legado como escritora: su obra está y puede seguir reproduciéndose por cientos de años más. Una de las bazas del arte literario de Gilda es la conciencia de estar haciendo literatura, de estar escenificando no la realidad sino el paisaje literario. No se arroga la representación de la generalidad del mundo de la vida, sino que casi siempre sus relatos –desde Más sin nombre que nunca (1989) hasta Bumerán (2006)– dejan claro que quien escribe mantiene una relación conflictiva con el lenguaje, con la institución literaria y con el uso de la palabra. Y con eso que llamamos ‘conocimiento de la realidad’.

La narrativa de Gilda problematiza el lugar que le damos a la palabra en nuestros actos cotidianos. Por eso, la idea de la detonación, de lo detonante, es muy marcada en sus narraciones: “¿Cuentos detonantes o denotantes?”, pregunta la voz narradora que, en “La vida literaria” (1995), está tratando de pergeñar el microrrelato perfecto. El no saber realmente qué vendrá, constante en la literatura de Gilda, recupera, en el gozne entre dos siglos, una comprensión de las más potentes de cualquier obra literaria de cualquier tiempo: el descolocar un saber establecido u oficial y hacernos dudar sobre los preceptos que nos gobiernan social y personalmente.

Formada en la universidad y en talleres literarios, ella misma profesora universitaria, Gilda mostró gran conciencia del acto narrativo: en una conferencia del año 2000, al relatar el interés de su círculo familiar y de amigos de comprobar si escribe sobre ellos, ella finalmente confiesa: “Sí escribo sobre ellos, sobre Guayaquil, sus problemas, sobre sus memorias y olvidos, pero no de la manera espejeada que ellos imaginan”. Sus procedimientos para captar la vida fueron la conciencia de mujer que escribe, el interés por jugar con el lenguaje, el afán por mirar el mundo por fuera de la costumbre y las ideologías.

El arte narrativo de Gilda Holst es perdurable, se va a quedar en la tradición del cuento hispanoamericano, acompañado, además, por su valoración de la literatura como instrumento de autoconocimiento, en el que la lectura es fundamental para enfrentar los retos del mundo que hemos construido y que necesitamos cambiar para mejor. Entregada a su escritura, dijo: “El placer de leer es asombrarse, comprender, conocer, sentir, descubrir y buscar nuevamente”. ¿Qué mejor empeño humano que el de esta búsqueda incesante que Gilda Holst nos propone, mediada por los libros? Nos despedimos de ella atesorando su vida de palabras. (O)