Dicen que cada ser humano cultiva irracionalmente un hábito, una costumbre, que la ha integrado a su comportamiento cotidiano y ya no la distingue de una acción necesaria. ¿Será eso lo que me ocurre cuando leo cualquier clase de texto, que no puedo dejar de darme cuenta de cuántos yerros arrastra consigo? Y como siempre tengo un lápiz al alcance de la mano, los corrijo. Ya me han dicho que se elogia en público y se corrige en privado, pero el triunfo de las redes sociales en la vida mundana ha arrasado también con algunas medidas de etiqueta. Yo me defiendo: como la mayoría escribe lo que quiere, yo doy el puntazo de corrección que algún aprendizaje deja.

La salida del túnel

El hábito que dominó décadas del siglo pasado fue el de fumar. Cuando nací, ya los varones fumaban profusamente a mi alrededor y algunas mujeres daban ocasionales pitadas, pero se impuso de tal manera que llegué a convencerme de que las noches de estudio universitario se toleraban mejor echando humo, con mi equipo hacinado dentro de un habitáculo pequeño. En las reuniones, los tragos tenían mejor sabor si se alternaban con cigarrillos y el interior de los coches apestaban a tabaco. Pronto me di cuenta de que mi garganta necesitaba salud y abandoné el estúpido consumo, pero tuve que soportar cientos de sesiones de trabajo, en las que la única que no fumaba era yo.

Cuando la ciencia impuso su dictamen, los fumadores fueron arrinconados: se terminaron sus lugares en los aviones, en los restaurantes y se hizo común verlos incomodarse en minutos de pausa laboral, al aire libre. Los enfermos de enfisema se escondían de sus médicos para absorber por la boquilla de la traqueotomía, una dosis de su indispensable veneno. ¿Habrán llegado hoy los teléfonos móviles a ocupar el lugar del tabaco en el firmamento de los adictos?

¿Lo merecemos?

Parece que sí. La gente pone sobre su mesa, banca escolar, escritorio y cualquier otro mueble el aparatejo antes de cruzar cualquier palabra. Cada notificación parece de urgencia porque todos la leen y hasta las responden, estén donde estén, y la prohibidísima manipulación durante la conducción de un vehículo es habitual. Es común que dos personas citadas para conversar caigan en paréntesis de silencio porque están accionando sus respectivos celulares y las llamadas en el cine y en el teatro a callarlos caen en el vacío.

Estoy esperando la información neurolingüística que nos muestre qué ha pasado con la concentración humana después de los años en que hemos estado sumergidos en las pantallas, saltando de un tema a otro, fraccionado la atención y la memoria para dizque enterarnos del acontecer mundial. O simplemente viendo fotos en Instagram, para saber quién tiene cumpleaños o cómo han sido las fiestas de la gente conocida. Qué bueno era estudiar en las bibliotecas con los anchos tomos de las enciclopedias, tomar notas de las ideas fundamentales y discutirlas con el maestro que exigía la ampliación de la clase. Ahora con copy y paste, los alumnos sienten que hacen sus tareas y más aún lo sentirán cuando le den la orden al ChatGPT para que les redacte la monografía de cualquier tema. El celular es la extensión de la mano, así lo era el cigarrillo que dejaba los dedos y los dientes amarillos. Hoy tenemos superiores pretextos: hemos aprendido a sofisticar nuestras adicciones. (O)