Debo confesar que jamás había presenciado en vivo y en directo un espectáculo de ballet tan maravilloso. Solo en el cine o la televisión. Quedé fascinado. Fue como andar por primera vez en bicicleta sin las dos rueditas de atrás. Como el primer beso. Como esa persona que llega a tu vida y, sin darte cuenta, ya la transformó.

No estaba programado, simplemente sucedió. No entiendo por qué jamás hice el esfuerzo de haber ido antes. Es más, tal vez tuve la oportunidad y no la aproveché. Hoy fui casi de chiripa. Alguien falló y yo ocupé su lugar. Me sentía invasor, invitado de última hora. Y ahora me pregunto: ¿habrá sido un regalo navideño?

Y es que el equilibrio y la fuerza que deben poseer estos increíbles artistas, para no trastabillar, es de otro mundo. ¡Exactamente! Pertenecen a ese universo mágico en el que habitan.

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Cual murmuración de estorninos en perfecta sincronía, aleteando pies y brazos, llenaron mi retina completamente. Y también mis tímpanos. Era la historia coreografiada de la gran Anna Pavlova: sus inicios, su brillante trayectoria y su final. Danza y sonido me transportaron a la belle époque, cuando danzar era solo para privilegiados. La historia se desarrolló entre tramoya y vestuario, de un lado a otro del globo terráqueo. Fue fácil integrarme a esos momentos, sobre todo al frío invernal de Francia, donde ocurrió la terrible tragedia. Creo que hasta me salió humo por la nariz y la boca.

La bailarina principal interpretó magistralmente a la diva rusa. La pieza final destacaba la lucha entre la vida y la muerte. ¿Cuándo no? Tarde o temprano la Parca siempre se sale con la suya. En esta ocasión no fue el cisne quien muere, sino ella misma, Pavlova. Estupefacto quedé con tan singular espectáculo. Y todo sucedió “de puntillas”, como para no despertar de mi ensueño. (O)

Roberto Montalván Morla, músico, Guayaquil