Dicen que la segunda ola del coronavirus está a las puertas –acabamos de vivir el segundo feriado, prevenidos pero obcecados– y que tarde o temprano regresaremos a medidas de restricción. Moverse entre la ciencia que predice y los negacionistas que acusan de alarma falsa cualquier iniciativa de cuidado ha resultado agotador. Frente a toda clase de consejos y a proclamas que instan a “vivir la vida porque es única”, los ciudadanos comunes no sabemos muy bien qué hacer.
El aluvión informativo de lo que ocurre en Europa asusta a cualquiera. Todos queremos estar sanos, pero el sector juvenil no puede prescindir de fiestas, reuniones, invitaciones sociales de todo tipo. Esos hechos, combinados con crímenes terroristas, accidentes de inmigrantes y las lluvias de otoño, no dan tregua a la vida cotidiana: como que la historia quisiera mantener a la humanidad en un estado de sobresalto. ¿Aprovecharán este clima los grupos de destrucción para sembrar más terror?
En nuestro medio, las redes sociales no se privan de contar a cuántos cumpleaños, bautizos, aniversarios y matrimonios acude la gente; basta leer la prensa para conocer los focos de intensa interacción que se mueven como si no pasara nada. Y el problema es que sigue pasando, pero mientras no se tenga un contagiado en el corazón de nuestro círculo el virus sigue estando lejos. Mirando fotos y noticiarios, me pregunto en qué punto de nuestro desarrollo social se fraguó tanta desatención y tanta impasibilidad. “El problema es de los otros” parecen decir los cientos de caminantes que atestan la Bahía, las cuadras de los mercados, los lugares de recreo. Otra acuciante curiosidad es por qué escupen en el suelo, qué pasa con las gargantas de muchos ciudadanos que no resisten la saliva en la boca.
Detalles. Miradas que planean sobre la gris realidad. Búsqueda de explicaciones a comportamientos inveterados. Ya sabemos que somos gregarios de cepa y el encierro obligado nos apesadumbra, nos deprime, que ni la más avanzada tecnología nos ata a las máquinas y que nada se iguala a marchar por calles y plazas, integrados a grupúsculos de familiares y amigos. Aún más, que hay personas que son peces en el agua de las muchedumbres –léase los políticos, las estrellas de farándula y cine–. Lo que me hace recordar a una colega que decía: “Soy libre, pero muy apta para seguir instrucciones”. Y este es el caso de hoy: el de poner nuestra libertad en funcionamiento para prevenir los males mayores, los de la enfermedad y la muerte.
Veo a Francia sometida a un confinamiento de un mes, a Alemania cerrando su famosa vida nocturna; a España en plena refriega política con el pretexto de la pandemia, persiguiendo a una juventud obstinada en sus habituales botellones.
Nosotros estamos padeciendo muchas menos limitaciones, pero con la habitual desconfianza de que se nos informe con verdad sobre la situación de los hospitales y número de contagiados. Circulan rumores. Volvemos a anidar temores. Soy de quienes piensan que con cementerios cerrados y turismo mínimo, no se debió autorizar el feriado. Que nos convirtamos en gente disciplinada, cuidadosa, prevenida, recia ante el avance de los virus de la salud y de la delincuencia, es otro cantar. (O)