El Gran Consejo Fascista fue la pieza clave del poder que juntaba Benito Mussolini. Órgano constitucional supremo que decidía la composición del poder representativo. Mientras tanto acá, el CPCCS será el dispositivo que garantizó la concentración del poder en el régimen autoritario de Correa. En la Italia fascista, a nombre del Estado corporativo. Aquí, en nombre de la participación social.

El desacreditado CPCCS fue y es una franquicia del socialismo del siglo XXI. Se encandiló a los ciudadanos con la fantasía de una nueva función de transparencia, para combatir la corrupción y estimular la participación. Sonaba bonito. Pero todo fue una quimera.

El CPCCS ha sido la antítesis de la transparencia, el camposanto donde se enterraron las denuncias y el grosero simulacro de una participación controlada y estatizada. Se dijo que el problema no era la institución sino las personas. Ahí tenemos a sus dos últimos presidentes: el cura Carlos Tuárez, condenado a cinco años de prisión por tráfico de influencias; y, el señor Christian Cruz, con un enorme déficit de probidad y ética, censurado y destituido por la Asamblea.

La participación social o política debe ser libre y genuina en la democracia. Se vertebra para formular las reivindicaciones ante el Estado, como lo afirma el filósofo del derecho Ronald Dworkin en Los derechos en serio. Pero todo se estrelló con la filosofía dominante de nada contra el Estado, ni sobre el Estado ni sin el Estado, enarbolado por el fascismo y asumido con pasión por el correísmo. El Estado era el titular y depositario de todos los derechos.

La entelequia del CPCCS no pasó de ser un decorado cosmético y un dispositivo del que se sirvió el caudillo, para concentrar toda la maquinaria autoritaria; lo que ha constituido un grosero mecanismo de la arquitectura autoritaria. En su esencia, terminó siendo un escudo de los corruptos y en un instrumento del poder. Al ubicarse en la cúspide del poder, perdió capacidad representativa, para solo reforzar la hegemonía.

En el fondo del problema, encontramos una Constitución preñada de despotismo, modelo de poder centralizado con organismos de control que han sido custodios de la impunidad. Desde el mismísimo Estado, la organización social genuina fue estigmatizada, perseguida, dividida, silenciada y judicializada. Los ciudadanos reducidos a clientela del caudillo.

No es difícil comprender que no es participación lo que está en el poder, controlado por el poder. La supuesta participación que costea el peaje de la incondicionalidad con el poderoso. Resulta una farsa la participación auspiciada desde el poder y al servicio del mismo. A todas luces, es ajena a la naturaleza del Estado democrático.

El CPCCS ha sido parte del arsenal de la hegemonía y del engranaje autoritario. Solo queda demoler este instrumento emblemático y símbolo del poder concentrado. Tiene que ser borrado del mapa de la institucionalidad democrática. Ha sido un instrumento del poder omnímodo porque respondió a una concepción estatista, centralizada y autoritaria. (O)