Ando por el camino de los dichos, de esa sabiduría anónima y popular que se quedó en frases cuyo origen se pierde en el tiempo y cuya sonoridad ingresó en fecha indeterminada en nuestra memoria. Almacenamos refranes y proverbios como legado, expresiones de nuestros mayores, palabras preferidas por algún hablante que pudo haberlas usado hasta como muletillas. Me encanta que me las donen o que iluminen como relámpago algún recuerdo. Hoy me aflora aquello de que los extremos son malos y que la cómoda medianía representa una buena franja donde vivir.

Dicen que el primero que la propuso fue Aristóteles con su “en el término medio está la virtud”, como en el caso de la templanza que se encuentra entre la insensibilidad y la intemperancia. Pero es al poeta latino Horacio al que le debemos el aporte universal convertido en tópico, el de la aurea mediocritas (recuérdese que podemos citar del latín como si fuera español por ser la lengua origen de la nuestra). Ese escritor tenía claro que la dorada mediocridad preserva de angustias al ser humano que se hurta a los tironeos del éxito o a las decepciones de los fracasos.

Desde que las exigencias de una sociedad triunfalista y gritona llaman a la notoriedad –con otras palabras, claro, suena mejor afirmar que se educa hacia la excelencia–, la gente se siente presionada a destacar, a escalar cumbres y alturas, metáfora del éxito. Subir supone viajar hacia la luz, adquirir brillo, acaparar las miradas. Sin esa consecuencia cualquier logro parece subalterno, inexistente. Por allí andan las estrellas de cine, los famosos de farándula, anhelantes de ser tomados en cuenta y quejándose, al mismo tiempo, de la pérdida de la privacidad. Este fin se semana me he sorprendido a mí misma leyendo sobre los estragos familiares de un personaje escandaloso como el rockero Mick Jagger. A medio camino he dejado el artículo, con el obvio autocuestionamiento de que en mi mundo nada se enriquece con esos datos.

Extremos de lucimiento y fama. Extremos de oscuridad y anonimato. Entre esos polos parecería moverse el péndulo de muchas aspiraciones. Según una leyenda griega, un pastor incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas de la antigüedad, para conseguir notoriedad a cualquier precio. ¿Habrá algo de ese placer malsano en quienes son repetido nombre en la prensa de hoy, aunque sea como autores de fechorías? Con qué placer se regodean los que son calificados de influencers y los que tienen miles de seguidores en las redes sociales. Existen porque los demás los miran. Es bueno que se hable de ellos, aunque sea para denigrarlos. El exhibicionismo se ha convertido en un rasgo de contemporaneidad.

Dentro de ese vértigo, en medio del nerviosismo por falta de exposición o por cantidad de ella, defiendo un sereno distanciamiento, un resguardo del ruido y del asalto ajeno. Nuestro mundo ha creado vías de acceso –¿acaso los mensajes de humo, el telégrafo, el teléfono y demás artilugios de comunicación no han moldeado nuestra condición de seres sociables?–, pero mientras cada uno sea el dominador de ellas, valen la pena. La dorada medianía clásica hoy tiene el color gris, el de la muchedumbre vista desde arriba, el de la calle, el del digno ciudadano común y corriente. (O)