Hemos tenido que convivir el ataque del COVID-19 para darnos cuenta de que en el mundo coexisten pacíficamente otras pandemias mucho más graves y mortales, hace tanto tiempo, que ya nos hemos acostumbrado a ellas y sin necesidad de protección alguna.
La más mortal de todas es el hambre, que mata anualmente 6 millones de niños de menos de cinco años. Según datos de la OMS y otras organizaciones, 8500 niños mueren diariamente por desnutrición. Con los adultos, son más de 200 millones cada año y en los últimos tres ha aumentado el problema, que se espera sea aún más grave por el COVID-19.
Según la FAO, las cifras de quienes pasan hambre en el mundo llega en Asia a 515 millones, en África a 256,5 millones y en América Latina y el Caribe a 42,5 millones, agravado por el problema venezolano.
Los conflictos, crisis económica, inestabilidad política y desplazamientos son las causas más comunes, a las que se añaden los factores climáticos como la sequía, especialmente en países del sur de África y también los problemas de salud pública. Sin duda, los factores políticos dificultan la llegada de ayuda para paliar el hambre y la desnutrición.
La corrupción es otra pandemia mundial, que en nuestro país se ha ido expandiendo libremente hasta tomar características agudas, perjudicando a la economía, la inversión extranjera en el país, la credibilidad gubernamental y de las instituciones públicas de salud donde algunos funcionarios no tuvieron escrúpulos para sacarle provecho, inclusive al coronavirus, lucrando, una vez más, como ha sido conocido.
Esta plaga se extiende por todos los niveles sociales, anestesiando las conciencias de manera que el corrupto ya considera normal su manera de vivir y contagiar el mal por donde va. Esto lo convierte en la peor pandemia, porque se contrae la enfermedad y ni siquiera se tiene conciencia de padecerla.
La falta de conciencia respecto del mal es lo peor que puede ocurrirle a una sociedad, y recuerdo que lo señaló muy bien San Juan Pablo II, insistiendo en la necesidad urgente de preocuparnos por formar a las nuevas generaciones en la rectitud.
Hace varios años ya se afirmó que la corrupción administrativa y política ha perjudicado el progreso del Ecuador más que la guerrilla a Colombia y ahora estamos como estamos…
Un ligero aliento de esperanza se despierta cuando los procesos judiciales avanzan para castigar a los corruptos, pero es insuficiente para alentar con optimismo un nuevo proceso político que ya está a las puertas.
No bastará elegir una persona íntegra y capaz. Se necesitan muchísimas personas honestas, incorruptibles y eficientes para gobernar y exterminar esta pandemia que tanto nos afecta.
¿Pero, será posible recuperar la confianza perdida en la clase política después de tantos delitos cometidos?
¿Será posible creer en el amor a la patria y en las buenas intenciones cuando podríamos estar invadidos por la decepción y la desidia?
¿Podremos aportar en la eliminación de estas pandemias o, simplemente nos pondremos la mascarilla para no contagiarnos? (O)