Hemos de superar dos pandemias, la de la tentación de ser como dioses, cuya versión es el egoísmo, y la del coronavirus. Alejándonos de la imagen de Dios Padre, imaginamos que necesita alabanzas y privaciones, como el ayuno. Dios, por nuestro bien, nos pide ayunar para que reconozcamos nuestra limitación y compartir los bienes terrenos, pues están destinados al servicio y corresponsabilidad de todos. Hoy producimos más; pero no para todos, sino para un reducido grupo de humanos, que no se reconocen como hermanos. La pandemia fuerza a recurrir a la solidaridad; pero no tanto a reconocer su fundamento, la fraternidad. La solidaridad se ha desvanecido sin el fundamento de la fraternidad.

Aunque el hombre tiene hambre y sed de infinito, atosigado por el hoy, se engaña, pretende bastarse con bienes limitados. El ayuno fuerza a reconocer que nuestra identidad es limitada; somos miembros, parte relacionada, no totalidad de un conjunto. Todos los bienes terrenos, representados por el pan, no llenan el corazón y las aspiraciones del hombre. Más tenemos, más queremos; el hombre busca una felicidad sin límites; no hay rico que esté satisfecho con los bienes por él acumulados. Poseer más no adormece el deseo de poseer aún más. Para actuar, según esta limitación abierta a lo infinito, hemos de reconocer que somos solo parte, pero relacionada con otras partes y abierta a la totalidad, a lo infinito.

Aunque no descubramos inmediatamente, la pandemia viral que nos azota nos fuerza a reconocer: la interdependencia entre todos los humanos, la interdependencia de nuestras acciones, una de ellas la administración de valores: -Amor, entendido como apertura y valoración de la identidad del otro y a su realización. -Educación, en el binomio libertad-responsabilidad, unida al mérito y a posibilidades de merecer. La educación debiera recibir el primer calor de amor humano en el hogar. -Mutua y respetuosa ayuda. -Solidaridad. La pandemia pone en evidencia la putrefacción de personas y de instituciones; nos fuerza a reflexionar y reconocer que no basta quejarse y acusar a otros, hay que intentar encontrar, también tras los ídolos, las causas profundas.

Estamos proyectando en la sociedad dichos y juegos infantiles y también conductas de mafias: -“El florón” no está en mis manos. “de mis manos ya pasó”. -Las deudas viejas no se pagan, prescriben; a las deudas nuevas se las deja envejecer. -Los tontos no se aprovechan de la ocasión. -Generalmente solo los pobres van a la cárcel. Es evidente la necesidad de reordenarnos personal e institucionalmente. Se piensa que la solución consiste solo en rehacer la Constitución.

La calentura no está en las sábanas, sino en la falta de formación de las personas. Se ha corrompido la libertad, desligándola de la responsabilidad y confundiéndola con libertinaje. Se pasa por alto la necesidad de renovar a la persona humana en la familia, en las instituciones. La educación a ser, o la educación para tener, está a la raíz de la conducta personal y social. La satisfacción o las privaciones, como el ayuno, ayudan, no suplen la unión de libertad con responsabilidad. (O)