Venezuela está igual que hace un año cuando Juan Guaidó fue reconocido por varios países como el presidente de ese país mientras todos daban pocas semanas más a Maduro al tiempo que el gobierno de Trump amenazaba con que “todas las cartas estaban sobre la mesa”. Hoy su secretario de seguridad nacional fue despedido, el mandatario estadounidense enfrenta un juicio político, las manifestaciones siguen en las calles y los militares leales a sus negocios continúan sosteniendo el socialismo del siglo XXI mientras la inflación ha roto todos los ceros posibles en esa nación caribeña. Venezuela está empantada y las soluciones están cada vez mas lejanas, al punto que se está tornando el conflicto a algo natural a la condición de vida de millones de venezolanos. Ya muchos están haciendo su vida afuera y parece que los enfrentamientos de baja intensidad adentro demuestran ser la constante en la vida de dicha nación. Los antiguos aliados del régimen han dejado el poder en algunos países (Bolivia y Brasil) y en otros han vuelto (Argentina). El grupo de Lima cambia de integrantes pero todo sigue agravándose.
El enfrentamiento por la presidencia del Congreso ha sido un capítulo más en este culebrón salido de cualquier libreto de confrontación nunca antes conocido en América Latina. En los tiempos del “sálvese quien pueda”, la solidaridad solo es un rasgo de cortesía ocasional. Ni la producción estratégica del petróleo parece jugar a favor de la solución del conflicto que en la medida de su prolongación parece convertir lo táctico en lo estratégico y viceversa. La única opción es que el pueblo de Venezuela sea capaz de sostener la presión incluso a costa del olvido exterior. El régimen de Maduro les quiere ganar por cansancio y por frustración y es ahí donde estará el punto de inflexión para salir del pantano. El que logre sostener la presión del puño conseguirá doblar la resistencia del otro. Las salidas negociadas, como las impulsadas por los noruegos, han resultado un fiasco y han demostrado que fueron mecanismos de dilación y prolongación del conflicto a favor de quienes controlan el poder real. La cruel inversión en armas en un país que se muere de hambre ha probado ser eficiente hasta ahora al punto de levantar la envidia del exiliado Evo Morales, quien dijo que si retorna al poder armará unas milicias populares para evitar un defenestramiento y luego rectificó. No hay por supuesto promesas de cumplir la Constitución ni las normas sino sostenerse en el poder a cómo sea. La democracia no es más que una mascarada en la acción venezolana y en la ambición de Evo Morales.
La ecuación del poder está hoy en la fuerza. Los militares venezolanos tienen las armas pero el pueblo, mayoritariamente, la razón. Veremos quién logre vencer al otro y rescatar la libertad perdida en esa nación, porque incluso los uniformados no son más que prisioneros del temor que implica para sus jefes enfrentar juicios por corrupción o narcotráfico. No defienden un régimen finalmente sino su propio destino, al que han atado al de Maduro como mascarón de proa.
El empantanamiento del proceso venezolano es también una muestra de que sin una férrea resistencia en sus inicios de todo proceso autoritario, el costo posterior será inmensamente grande y de un desgaste enorme. Hay que resolver estas cosas al inicio para evitar acabar en el fango de la ignominia. (O)