Los senderos están llenos de abrojos y espinas. El ecuatoriano camina descalzo, tambalea. Tiene sus pies sangrantes. No alcanza a mirar el horizonte. Lleva la cabeza baja para eludir obstáculos. Desde hace mucho, perdió el rumbo, el equilibrio, la firmeza para avanzar y cierta alegría para vivir tranquilo.
Un entontecimiento perverso nos impide sopesar el presente tal cual es o, al menos, tal cual se nos presenta. Distractores nefastos perturban la concentración y el análisis; pretextos fútiles desvían miradas y reflexiones; como que pensar se hubiese convertido en un mal que debe ser combatido o que el análisis y la reflexión, lejos de ser contertulios frecuentes, fuesen huéspedes incómodos y mendaces. Los análisis situacionales, hoy más que nunca, deben ser francos, desgarradores de ser necesario, porque es indispensable romper costras que esconden purulencias. De fiesta en fiesta, de vacación en vacación, hemos ido hipotecando la esperanza hasta encontrarnos con escenarios sin salida.
Hoy nos toca lidiar con un enemigo desconocido: con nuestras falencias sumadas al descontento de otros pueblos, vecinos o lejanos, que gritan por iguales razones o parecidos olvidos. Estamos sumergiéndonos en un pantano traicionero cubiertos con el desconocimiento individual y colectivo de aquello que esto significa, en otras palabras, los riesgos que se avizoran para la paz nacional han dejado de preocuparnos o porque son desconocidos o porque no les damos importancia; tampoco nos perturban las eclosiones sociales en diversos puntos del mundo que llevan reclamos parecidos y pregonan la violencia como arma necesaria para conseguir sus metas.
Leí en alguna parte que los actuales reclamos sociales, en especial aquellos de la juventud, vinieron para quedarse por un tiempo indefinido porque obedecen a frustraciones que rebasan motivaciones nacionales y se inscriben en abusos u omisiones universales causadas por una actitud enfermiza de constante búsqueda de riquezas y poder a costa de la sangre y miseria de un porcentaje mayoritario de la humanidad. No es atrevido pensar que estemos frente a un cambio de época, cerca de esos ‘corsi e ricorsi storici’ de los que hablaba Giambattista Vico. Siempre se anhela que las protestas sociales tengan oídos que escuchen y marquen adelantos en la conquista del bienestar de la comunidad porque hacerse de oídos sordos solamente conduce a postergar soluciones y enturbiar la paz y la concordia.
Perseguir la verdad debe ser un imperativo individual y comunitario mediante actitudes que a diario ejerciten nuestra mente para entender los acontecimientos que nos rodean. Conozco ministros de Estado, jueces, dirigentes políticos y gente de a pie que se esfuerzan por encontrar razones e investigar hechos para con estos insumos tener los elementos necesarios para emitir juicios de valor sobre el acontecer nacional, como siempre debe ser.
La desfachatez cuando se adueña de una sociedad la destruye: el descaro se impone, la sinvergüencería engrosa sus huestes, la insolencia y la osadía exhiben su carta de naturalización. Las declaraciones fofas y hueras de ciertos dirigentes políticos en torno a diversos sucesos de octubre rayan en la desfachatez, que ayer era motivo de vergüenza, hoy de orgullo y ostentación. La verdad anda de capa caída, cabizbaja, temerosa. (O)