A pesar de las diferencias y de las especificidades de cada país, hay algunos aspectos comunes que están en la base de las crisis vividas en Bolivia, Chile y Ecuador. Entre esos cabe destacar dos. El primero es que, por una vía o por otra, vale decir por el neoliberalismo o por el dirigismo estatal no se ha logrado la inclusión económica y social del conjunto de la población. Los avances en la superación de la pobreza, que han sido significativos, no se han traducido en la inserción plena y duradera de las personas que abandonaron esa condición. La precariedad del empleo, los bajos salarios, el deterioro de los sistemas de salud y de educación, la pavorosa expectativa de una vejez miserable por unas pensiones jubilares de hambre conforman una sociedad que no ofrece estabilidad y mucho menos posibilidades de ascenso. Ninguno de los dos modelos económicos proporciona certezas para el largo plazo en términos de la calidad de vida de la población, porque no son vías para llegar a ese gran aporte europeo de la posguerra que es el Estado de bienestar.

El segundo aspecto común es la múltiple incapacidad de los sistemas políticos para procesar las demandas y necesidades de la ciudadanía y, sobre todo, para dar respuestas que apunten a los problemas de fondo. Si amplios sectores chilenos se sienten marginados por una clase política excluyente, la contrapartida no está en el caudillismo polarizante que caracteriza a los otros dos países. El imperio del corto plazo, la negociación cupular de temas que poco tienen que ver con la vida real de la gente y la estrecha dependencia de grupos de presión de diversa naturaleza han conducido a la crisis de los partidos y a la erosión institucional. La capacidad gubernamental y de representación se reduce a la mínima expresión y, formando un círculo siniestro, alimenta la insatisfacción y el rechazo no solo a los políticos, sino a la política en general. La calle vuelve a ser el espacio de expresión de un desencanto creciente que no encuentra actores políticos que puedan agregar y procesar las decenas de reivindicaciones que alimentan las marchas.

Lo que se ha visto en estas semanas pone en evidencia la inviabilidad de los modelos económicos y políticos aplicados en América Latina. Las reformas neoliberales arrojaron resultados relativamente positivos en términos macroeconómicos en algunos países, pero fueron indiferentes a los efectos en el nivel micro, el de las personas de carne y hueso. El modelo desarrollista encontró su límite en cuanto comenzaron a bajar los precios de las materias primas. En lo político, el primero buscó sustituir la deliberación con el saber tecnocrático, mientras el segundo excluyó a todos aquellos que consideraba obstáculos en su objetivo de control absoluto del poder y entronizó a caudillos que ejercieron un mando vertical con rasgos autoritarios. Ambos buscaron despolitizar a las respectivas sociedades. El resultado fue el desborde con toda su dosis de violencia. Si no se impulsa la redefinición del modelo económico y político, veremos repetirse estos episodios. (O)