Llegamos a esa instancia en busca de acuerdos. Después de muchos días de destrozos, miedo, indignación, ignominia y vergüenza, causados por la reacción social a la decisión gubernamental de eliminar el subsidio a la gasolina y otras medidas económicas. Los transportistas inicialmente decidieron un paro, posteriormente los indígenas tomaron la posta junto con trabajadores, ciudadanos y otros que catalizaron violentamente esa acción social en beneficio de sus intereses conectados con el caos desestabilizador del orden jurídico y político vigente. En ese periodo también se potenció la reflexión sobre las causas de la protesta y la urgencia de buscar mejores condiciones de vida para grandes grupos de ecuatorianos, así como sobre los evidentes objetivos golpistas de políticos violentos.

El desarrollo del diálogo entre el gobierno y los indígenas, principales actores de las jornadas de protesta, nos muestra como sociedad. Por un lado, funcionarios públicos prudentes en la defensa de sus decisiones, como resultado del inédito proceso de desestabilización y el temor a consecuencias sociales aún más graves; y, por otro, el grupo de representantes indígenas, seguros de sí mismos, impertérritos frente a las razones del gobierno, con un discurso autoexcluyente de cualquier responsabilidad por las acciones cometidas en contra el Estado de derecho, la libertad y los derechos de los otros, y acusadores implacables por el –según su criterio– excesivo uso de la fuerza atribuido a policías y militares. Nadie les dijo que ellos detuvieron por la fuerza a personas, intimidaron, destruyeron, impidieron la libre movilidad, golpearon, asaltaron, quemaron, tomaron servicios públicos, bloquearon carreteras y contaminaron con saña y alevosía. Ellos, legítimos demandantes de mejores condiciones de vida, sabiendo que así actuaron, lo negaron de manera impúdica frente a las cámaras, a la sociedad y a sí mismos.

No son los únicos que así proceden. Es como si los ecuatorianos tuviésemos una especie de ceguera generalizada, producto de factores como la inveterada inequidad social. Esa realidad y otros factores negativos de la condición humana, común a muchos espacios de nuestra sociedad y del planeta, impiden ver con claridad, como pasa en una de las novelas de Saramago, en la que la ceguera colectiva posibilita que emerjan los peores instintos de los individuos que cobijados por las masas arrasan dejando a su paso destrucción y desolación. Paralelamente a la ceguera de los protagonistas de la devastación está la de quienes no comprenden el dolor, el abandono y la injusticia social. Tanto odio y afán de destrucción no es solo producto de condiciones externas, es también resultado de una cultura que permite que los violentos se justifiquen a sí mismos y se legitimen.

La devastación de octubre es un retrato del estado moral en el que nos encontramos y esto es más grave que los destrozos materiales y las pérdidas económicas. Desde hace décadas, en Ecuador, todos hablan de la ausencia de valores y de principios. ¡Era verdad! La terrible experiencia de los días pasados es una muestra de ello. ¿El antídoto? La pulcritud cívica. Especialmente en dirigentes sociales y políticos que deben dejar de lado prácticas precarias que son una grotesca caricatura del discurso democrático, imagen-disfraz, de sus carencias éticas para la convivencia jurídicamente organizada. (O)