No cabe duda de que en las comunidades indígenas existe un gran sentido de pertenencia a la tierra, quizá más intenso que en ningún otro grupo humano, que le ha dado fundamento a nociones modernas como las de patria y patria profunda bajo las cuales nos cobijamos los mestizos. Sin importar las cifras de las estadísticas, los indígenas ecuatorianos ocupan un lugar central en la economía agrícola y en la generación de imaginarios y afectos ligados a prácticas y saberes ancestrales que en buena parte nos hemos apropiado. Hasta el español que todos hablamos está salpicado por palabras y giros que provienen del quichua.

Los indios son un activo vivo de nuestra cosmovisión sobre este terruño que compartimos. Como comunidad, ellos tienen peso en la economía y la cultura. Los indios nos dan qué comer y nos han ayudado a tener ideas propias sobre el mundo que habitamos. Entonces ¿por qué la máxima expresión del movimiento indígena tienen que ser unas marchas a pie hacia la capital que paralizan el país no por las peticiones enarboladas, sino por el terror de que quienes se atraviesen en su camino sean arrasados? ¿Por qué, en general, el Ecuador se entera del poderío de los indios especialmente en coyunturas incendiarias?

¿Es que los indios no tienen otros canales de representatividad y actuación en el Estado? Quienes se movilizan en esas marchas hasta con niños en brazos parecen, a estas alturas del siglo XXI, carne de cañón de los intereses de los dirigentes indígenas. ¿Qué hacen los dirigentes en sus comunidades entre un paro y otro? ¿Por qué no se siente la fuerza vital de los indios en tiempos que no son primariamente conflictivos? Me hago estas preguntas porque considero que las comunidades indígenas deben desarrollarse en las mejores condiciones posibles de dignidad en lo que respecta a trabajo, vivienda, ingresos económicos, educación, alimentación.

Las personas de las comunidades requieren una igualdad de oportunidades para emprender que el Estado nacional no les provee. La situación de abandono y de pobreza en que ellas habitan no se supera desde hace décadas. ¿Por qué las comunidades no progresan con el mismo ritmo con que lo hacen sus dirigentes? Por eso es legítimo preguntarse acerca de la verdadera función de los asambleístas y los prefectos y alcaldes que representan a esos pueblos. Tampoco idealizo la vida de las comunidades porque creo que la interculturalidad ha dejado pasar ciertas expresiones bárbaras de la llamada justicia indígena, como la tortura corporal y la retención indebida de personas.

La movilización indígena de octubre, más que relacionarse con la eliminación del subsidio a las gasolinas, es una protesta que exige para ellos mejor educación, salud, economía, vivienda. Es inaceptable llegar a extremos en que un paro, que exige derechos para una minoría, lesione el derecho al trabajo de una mayoría. Debemos exigir políticas públicas que garanticen que en el espacio rural se acceda a una vida de calidad que potencie la ancestralidad de las comunidades. Los indios viven en una situación de precariedad indigna que, para convivir en un mejor país, debe ser corregida por el Estado multicultural en que habitamos. (O)