Recordaba la sensación de vértigo en el cuerpo, las manos entumecidas, el pavor erizándole los bellos de la piel. Cuando entendió que la feroz policía de un megalómano estaba decidida a violar la autonomía del Instituto Nacional Mejía, a la mente le llegaron sus imágenes más queridas: los rostros de sus padres, sus hermanos, la chica que le gustaba, los recuerdos felices. Sintió, también, que ser estudiante era irremediable. Que una vieja y noble tradición estaba impregnada en el uniforme de su colegio, en las notas de la banda de guerra, en el amarillo y azul de su bandera. El correato quería imponer a la brava el bachillerato unificado y los estudiantes del Mejía no lo aceptarían sin luchar.

Con el paso de los años, Edison recordaría esos días con la certeza de que fue una experiencia inmensa: las imágenes de esa juventud valiente le provocaban orgullo por el deber cumplido. En el año 2019, el megalómano que con tanto odio arremetió contra los estudiantes se encontraba prófugo de la Justicia. El despilfarro había dejado al país en soletas. La corrupción y el autoritarismo habían mermado la institucionalidad del Ecuador. A Edison Cosíos, que ya se graduó de la universidad, le llena de satisfacción recordar los hechos del 15 de septiembre de 2011, cuando junto a sus compañeros del colegio resistió a las bombas lacrimógenas y a los toletazos. Tenía 17 años. 

La vida le ha sido leve. Pero ese horrible 15 de septiembre, entre los gases lacrimógenos, tuvo una especie de pesadilla imbuida por el efecto quemante del gas en su nariz, en su garganta y su cerebro. Soñó que entre los correteos, los gritos, el terror y la violencia, un teniente de la Policía le disparaba una bomba lacrimógena. Soñó que esa bomba le impactaba en la cabeza y le destruía el 65% del cerebro. En el sueño escuchó el largo llanto de su madre Vilma. Se vio en medio de hospitales, vio a médicos operándole, se vio a sí mismo sobre una camilla, vegetativo, dormido, detenido en el tiempo.

Edison Cosíos soñó que en otra vida, más cruel y mucho más macabra, le tocaría permanecer en estado vegetativo durante largos 7 años. En esa extraña dimensión no pasaba el tiempo. Era perpetuamente un estudiante del patrón Mejía. Desde las entrañas del mundo escuchaba día tras días las palabras cariñosas de los suyos y todo ese amor le era tan cálido y conocido. Sus compañeros nunca dejaron de visitarle. Si bien los médicos decían que ya no se despertaría, él escuchaba esas voces. Luchaba con todas sus fuerzas para enviarle órdenes a su cuerpo y con esas pulsiones les decía que él estaba allí, en el mundo. Un día de abril de 2019, moría. Luego se despertaba porque esa violencia, esos 91 meses, esos llantos y ese abandono, eran sólo una pesadilla.

Esas vidas, apagadas a fuerza de violencia estatal, es la gran herencia de la década nefasta. Por eso queremos tanto repetir sus nombres, guardar su memoria, devolverles con palabras la vida que no tuvieron. En esta columna, Edison es un hombre de 25 años, con el futuro por delante, al principio de sus sueños. De todos los horrores a los que nos arrastró el correato, la muerte de Edison es uno de los más dolorosos. Pero también es luminoso. En su afán por el pensamiento único, el megalómano coartó las libertades, hostigó a los críticos, persiguió a la prensa, criminalizó la protesta social. Pero hubo estudiantes que no lo aceptaron. Que resistieron. Que le recordaron que él, en su juventud, fue siempre un cobarde y un resentido. Ellos eran libres. Son libres. Porque los estudiantes del Ecuador y del Mejía jamás serán humildes con el tirano, siempre harán temblar al mundo. Así fue Edison.