El jueves 7 de febrero se produjo en la Asamblea Nacional la audiencia y votación final, en el procedimiento disciplinario seguido contra la legisladora Ana Galarza, por supuesto cobro de diezmos y gestión de cargos públicos. Este fue el corolario de un fallido intento de autodepuración del órgano legislativo, que tuvo como antecedentes las destituciones de las asambleístas Sofía Espín y Norma Vallejo, la primera por tratar de inducir a una procesada a cambiar su testimonio en el proceso penal que, por el delito de secuestro, se sigue contra el expresidente Rafael Correa; y la segunda, por gestionar cargos y cobrar porcentajes de los sueldos de cada uno de los gestionados. CREO, el partido político al que pertenece Galarza, fue el promotor fundamental de estos procedimientos sancionatorios y sus asambleístas asumieron la posición de adalides anticorrupción, para disgusto del correísmo y de otras bancadas que vieron con resquemor el protagonismo asumido por los primeros. Si sumamos a esto el que nos encontramos en temporada electoral y que es la coyuntura y no la estructura o el concepto lo que marca la agenda de nuestros partidos políticos en esta república bananera, resulta un poco más fácil entender cómo confluyeron en una misma posición correísmo y socialcristianismo a la hora de mandar a Galarza a su casa.
Mientras tanto la ciudadanía mira, entre absorta y asqueada, cómo el legislativo se ha constituido en un garito, en el que unos y otros se hurgan bajo los calzones, en busca de cualquier motivo que permita ocasionar bajas en el bando opuesto. Esta lógica mafiosa, en la que tanto derechas como izquierdas se encuentran inmersas, tienen a los argumentos de fácil digestión y la vendetta como moneda de pago. Destituyeron a la asambleísta por gestionar cargos públicos, basándose en la denuncia del mismo beneficiario, quien a su decir, habría sido recomendado por Galarza a otra de sus colegas, para que trabaje en su despacho. El denunciante, que no pudo probar ni el pago de diezmos, ni otras acusaciones que en su momento realizara contra varios asambleístas, fue expuesto en televisión nacional como un mentiroso cualquiera, uno de esos personajes escatológicos que cada tanto asoma sus miserables narices en nuestra farándula politiquera.
¿Qué esperanza nos queda de un legislativo con uno de los niveles históricos más bajos de credibilidad? Pues no mucha, teniendo en cuenta la idiosincrasia de nuestra clase política, mucho más proclive a sancionar el mal uso de la tarjeta magnética de ingreso, que el encubrimiento de la pederastia o la malversación de fondos públicos. Nuestros líderes no tienen problema con dinamitar al país, si esto les permite acomodar mejor sus fuerzas y ganar algún espacio por pequeño que fuera. Más de uno soñará con controlar políticamente el nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, para tratar de echar abajo la institucionalidad que con tanto esfuerzo se ha logrado crear por los transitorios, encabezados por Julio César Trujillo.
La implosión es el leitmotiv de nuestra política en la que de forma recurrente y de tanto en tanto queremos reinventar el país y negar validez a todo lo que se nos oponga. Nos gusta entender al Ecuador como esa tierra arrasada, a la que como iluminados llegamos para construir la patria a base de nacionalismos caducos y proyectos económicos fallidos. “No podemos volver al pasado” nos dicen los de ahora y los de ayer, los que ya fueron y los que vendrán, aunque nadie nos propone un proyecto de futuro medianamente creíble. Lo que sucedió en el legislativo con Galarza es buena muestra; no les importó comerse el principio de legalidad y el de proporcionalidad, con tal de ajustar cuentas en unos casos y patear en las canillas a los rivales de patio, en otros. La liviandad argumental primó en un debate, en el que tanto acusadores como acusada hicieron un pobre papel, mientras el denunciante festejaba desde su madriguera en redes sociales, su pírrico triunfo. En estos momentos y estos lares, cualquiera, sea fisgón o delator, se considera a sí mismo como un abanderado de la honestidad, en una sociedad donde la modernidad líquida a la que hacía referencia Zygmunt Bauman campea y se enseñorea.
Sería de desear que tras este ajuste de cuentas, el Legislativo deje de verse el ombligo a la hora de echar razones al debate público y, sobre todo, deje de dispararse al pie, deporte en el que han demostrado una solvencia y maestría inigualables. Los peores temores de la ciudadanía en relación con la Asamblea son magistralmente confirmados por quienes gastan su tiempo en investigar la asistencia de los asesores o que, como Pedro Curichumbi, nos bañan de vergüenza en cada intervención por su misoginia e ignorancia. En fin, es lo que hay.
(O)
¿Qué esperanza nos queda de un legislativo con uno de los niveles históricos más bajos de credibilidad? Pues no mucha, teniendo en cuenta la idiosincrasia de nuestra clase política, mucho más proclive a sancionar el mal uso de la tarjeta magnética de ingreso, que el encubrimiento de la pederastia o la malversación de fondos públicos.