En agosto último, luego de que 800 neonazis en Alemania, respondiendo a la convocatoria de “demostrar a los extranjeros quién manda aquí”, se lanzaran a cazar refugiados, agrediendo a algunos, la primera ministra declaró que el acoso xenófobo no tiene cabida en un Estado de derecho. Bien entiende la señora Merkel que aquel se fija en los contenidos del poder, en la legitimidad de su ejercicio y no únicamente en su origen, en la protección de los derechos esenciales de los ciudadanos, por el Estado y por todos los ciudadanos, en la sujeción a la ley que promueve tal protección y no la que los niega o restringe.
Aquí, después de diez años de autoritarismo, un rostro amable infundía alguna confianza de terminar ello, a pesar de que provenía de la misma tienda política. Pronto nos desengañaríamos. Primero fue con el referéndum y consulta popular. El jefe de Estado pateó el tablero de la democracia e ilegalmente, sin esperar el dictamen de la Corte Constitucional, enterado al parecer de que le era adverso, convoca a elecciones, alegando infundadamente haber transcurrido el plazo de ley para el pronunciamiento judicial. Frente a ello el presidente de la Corte, lleno de indignidad, deja sin efecto la convocatoria para resolver, no reivindica el papel de su representado, no defiende el Estado de derecho. El contralor general del Estado encargado y el ente electoral se ponen a servicio del presidente de la República, con la amenaza de sanción el primero y cerrando la posibilidad de impugnaciones el segundo. La tragicomedia se completa con el no tratamiento en la Corte Constitucional de una demanda de inconstitucionalidad de los decretos.
Tres miembros del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social acuden a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), para que se suspendan los resultados de la consulta. La comisión consideró que la situación reflejaba una problemática que iba más allá de los derechos subjetivos de los peticionarios y presentaba cuestiones fundamentales para el Estado de derecho, por los principios de separación de poderes y de independencia judicial, que el sistema interamericano siempre ha relacionado con los derechos humanos. Estimó grave que se quieran usar mecanismos de participación popular para avalar procesos de destitución de los miembros del Consejo, ya que una de las preguntas planteaba aquello y la Constitución establece otro modo para que tales funcionarios puedan ser enjuiciados políticamente y destituidos. Y es que la ciencia política define como bonapartismo el resolver cuestiones políticas recurriendo al referéndum, en el que el gobernante impone su capacidad para manipular la opinión pública. Es lo que ocurrió en la campaña: se calificó a pocas organizaciones que abogaban por el no, hubo escasa y deficiente presencia de estas, limitaciones al expresidente Correa para hacer propaganda. “Las decisiones apresuradas a golpe de plebiscito me recuerdan al III Reich”, manifiesta el escritor Ian McEwan. Nuestra Constitución dispone que no podrán alterarse sus disposiciones relativas a la estructura fundamental del Estado, ni restringir los derechos y garantías. De modo que no es cierto que todo pueda cambiarse con el voto.
Nuestra Constitución dispone que no podrán alterarse sus disposiciones relativas a la estructura fundamental del Estado, ni restringir los derechos y garantías. De modo que no es cierto que todo pueda cambiarse con el voto.
El presidente Moreno calificó insolentemente de insolente, espuria y entrometida la decisión favorable de la CIDH. Pasado el tema a la Corte Interamericana, esta rechazó la medida cautelar solicitada por motivos formales, pero recordó que el Estado debe respetar los derechos y libertades políticas.
El pueblo acogió la propuesta de reestructurar el Consejo y, cesados sus miembros por sus sucesores, empezó la guillotina a funcionar: decapitó a los altos funcionarios públicos cuya designación le corresponde constitucionalmente, con un proceso de evaluación que más parecía a lo que dice Galeano que ordenaban los jueces del franquismo para empezar los juicios: “Que pase el culpable”. En lo atinente a los vocales del Consejo de la Judicatura, el Dr. Trujillo ya había mostrado su desafecto, llamándolos “Jalkh y su caterva de cómplices”. Encargó a personas funcionales al poder los altos puestos cesados –con excepciones como la defensora del Pueblo, que ha honrado su cargo–, sin tener la facultad para ello, ignorando las leyes para la subrogación que rigen el accionar de las respectivas entidades y que el mandato popular les obligaba a observar. Destituyó sin evaluar al defensor del Pueblo y, en el colmo de la arbitrariedad, sin debatir la oposición de uno de sus miembros, removió a los jueces de la ya sumisa Corte Constitucional, a quienes no le toca designar.
Ciertamente que son de triste recordación los exmiembros del Consejo, por haber dejado pasar frente a sus narices la corrupción de una década sin hacer nada y por coadyuvar a la concentración de poder en concursos manipulados para llenar la titularidad de algunos organismos del Estado, pero ello no justifica arrasar con la institucionalidad del país y atropellar derechos de nadie. En la película Bastardos sin gloria, soldados estadounidenses y judíos obran con crueldad contra soldados nazis, matando con un bate a uno que se rehúsa a delatar a sus compañeros, cortando el cuero cabelludo a los muertos. La venganza mancha la causa, el fin justifica los medios, aunque se proclame lo contrario.
En otras funciones del Estado también se contempla esa situación.
Kant hablaba de la necesidad de supeditar la política al derecho y a la moral. La política dice: “Sed astutos como la serpiente”, la moral añade: “y cándidos como las palomas”.
El expresidente podría decirle al presidente lo que le dijo Danton a Robespierre cuando marchaba al patíbulo por orden de este: “Pronto tú me seguirás”. Antes de los cuatro meses Robespierre fue guillotinado. Lo realmente grave es guillotinar el Estado de derecho, con el pretexto de que se ejecuta el autoritarismo del pasado, pero se sirven intereses particulares.(O)