El niño es proyecto, lienzo de pintor, vida inédita, primer paso, esperanza de vida en vía de maduración, resultado de un encuentro, eco de una violación, fruto de una pasión, a veces de una equivocación. Llega por caminos insensatos, en la opulencia o en la miseria, puede traer consigo el paraíso o el infierno, habla de sí mismo a la tercera persona, no sabe aún decir yo. Años después tendrá una sobredosis de egocentrismo.

Sus manos negras, exasperadas, son herramientas inquietas capaces de desarmar hasta nuestra paciencia, camina en busca de cualquier sorpresa. ¡Qué pronto crece! Llegan los pantaloncitos, la primera falda de la cual, sin pudor ni vergüenza, asoma un calzón cansado de coquetear con la mugre de un piso cualquiera. Los bolsillos son cuevas de Ali Baba, cajas fuertes donde se codean cosas inverosímiles, canicas rotas, caramelos medio chupados, una que otra moneda, la tapa de gaseosa oxidada. Nada lo sorprende, todo lo asombra, orina doquiera con el impudor de los verdaderos puros.

El niño posee un mundo secreto donde ningún adulto puede ingresar, eso motiva el llanto sin aparente motivo, la carcajada llega desde lo insólito, lo fortuito, lo mágico, lo inesperado, puede llorar y reír al mismo tiempo, así como llueve bajo un cielo azul, juega con las palabras, se solaza con aquellas a las que nosotros llamamos malas, serán las que buscará en su primer diccionario, para él son solamente sonidos, ideas descocadas que le permiten lanzar su risa sonora, taparse la boca con la mano cerrada mientras sus ojos centellean con malicia. Se ríe hasta más no poder, nos hace repetir la misma tontería, luego cierra la puerta de su alegría, se va todo raro hacia un destino incierto. Los cuentos tienen menos importancia que la voz, no sabe lo que es un bosque pero le tiene miedo, el lobo puede convertirse en un perro pulguero que el niño traerá a la casa como huésped exclusivo.

Él nos observa, nosotros lo cuidamos, nos manda besos pegajosos que huelen a chocolate, a sudor, a mina de lápiz. Su cabello desgreñado le pertenece como el nido propio que puede tener descuidado según su antojo, sus zapatos hablan de viajes más allá de las quimeras. Nunca olvidamos su llegada cuando emergió del túnel cálido mientras su madre se debatía entre el dolor del parto, el llanto, la risa, la sensación sagrada de haber sido diosa por unos minutos. Principito sin aviador, gaviota sin alas, delfín nadando contra la corriente, no sabe aún que lo más difícil está por llegar: vivir, luego extinguirse como la vela de su inminente bautizo.

Crecemos, abandonamos de pronto al niño que fuimos, nos obsesiona la importancia que deseamos proyectar. A veces los niños nos miran con tal seriedad que sentimos vergüenza por ser tan frívolos, ellos quisieran enseñarnos a mirar las cosas pequeñas porque se encuentran más cerca de ellas. Esta costumbre que tienen de quedarse dormidos en cualquier sitio de la casa contrasta con aquel desvelo que nos embarga cuando tememos por su vida. El adulto lúcido es aquel que guarda su infancia en uno de sus bolsillos. (O)