No aprendemos. En el sector de la cultura, y más específicamente de los libros, en Ecuador sigue campeando el paternalismo, la condescendencia, un cierto amiguismo que raya en lo patético y el desprecio por los derechos de autoría intelectual. En una entrevista publicada días atrás por el diario El Comercio, el director del Plan Nacional de Lectura se vio desarmado por las preguntas del periodista orientadas a saber cómo se había gestionado la financiación y publicación de varios libros lanzados durante la Feria del Libro de Quito, y también por qué había obras del mismo funcionario en esas publicaciones. Entre las respuestas aparece la expresión de que se pudieron cometer errores de buena fe. Se aceptaría esa autocrítica si no fuera porque, aparte del actual funcionario, lo que revela es un modus operandi y un síntoma de cómo se gestiona la cultura.

Meses atrás me contaba un escritor ecuatoriano que una editorial quiteña le había manifestado, por intermedio de un conocido, su interés en reeditar una de sus novelas. Al escritor le gustaba la idea y dijo que estaba de acuerdo. Poco después, este mismo escritor encontró su novela reeditada, pero no se le había avisado nada de la publicación, no había firmado contrato, no pudo revisar si había erratas a corregir de la edición anterior y no se le entregó pruebas de imprenta. Cuando me comentó lo que había ocurrido, le dije que debía reclamar de inmediato, que no era posible que un mero contacto ocasional concediera tamaña licencia para reeditar todo un libro sin que el autor ejerciera sus derechos. Una impunidad total.

Podría escribirse una historia de los libros impunes, editados por parte de personas que, con buena fe, parecen moverse por la cultura editorial sin ningún tipo de rigor y responsabilidad. No lo dudo, son apasionados por la literatura, de lo contrario estarían organizando conciertos de música o vendiendo neveras, pero su grado de conciencia por el respeto hacia el trabajo creativo es nulo porque nunca han contado con referencias y protocolos. Y el asunto va más allá de una justicia retributiva mínima. Es el reflejo de un sistema cultural que se considera marginal y en el que el razonamiento implícito es que nadie se da cuenta, nadie va a hacer problema, y quien lo hace, en el fondo, ese es su convencimiento, es una especie de benefactor de lo que nadie apoya: la literatura y la cultura. Lo cierto es que la cultura y la literatura no necesitan de estos apoyos fraudulentos. Su capacidad de resistencia es mucho mayor de lo que se cree, a pesar de estos sabotajes, y perdura, pero con ese falso mecenazgo el costo es elevado en la merma de la idiosincrasia cultural. Porque se pierde no solo el rigor sino la creatividad que lleva implícita. Si contar con material de primera mano, sea extranjero o nacional, implica una gestión compleja, impagable y burocrática, entonces lo que toca es la previsión, el prepararse bien, o crear contenidos nuevos, estimular la creatividad de los artistas incipientes, favorecer la búsqueda, y, sobre todo, no lanzarse a tareas que no se pueden cumplir.

La responsabilidad viene por parte de los mismos afectados: se peca por omisión y por pereza. Luego viene la interminable queja de las dificultades del medio editorial y literario. Las dificultades empiezan por esa falta de protocolos básicos. La lista a tener en cuenta es larga, y muchas veces es una cuestión de sentido común –ya no digo tener una formación específica, o, al menos, de cultura general leyendo diarios, correspondencias, memorias de escritores y editores donde se refleja el escrúpulo y minuciosidad para trabajar con materiales literarios–. La interrogante es plantearse a qué se debe que ese sentido común no exista o quede anulado. Los pretextos son las prisas, los bajos presupuestos, el salir de la manera que sea y dar el pantallazo. Mal acostumbrados al olvido, parece que cuando se trabajan con malas maneras en el fondo no se valora lo que se hace porque si, a fin de cuentas, todo eso será olvidado, para qué preocuparse.

No es así. Ya nada será olvidado. No se vive en el último rincón de la tierra. Los nuevos lectores son mucho más despiertos y se dan cuenta y sospechan que si un libro de Salinger, Vila-Matas o Modiano está reeditado en un pequeño país de América Latina, algo debe estar pasando para bien, en la medida que ya se gestiona a ese nivel, pero si no es así, entonces el escenario ha ido a peor, y es necesario que la ley –o la reprobación pública– actúe para dar ejemplo. Porque en el momento que ese joven lector se da cuenta y actúa, ya no se trata de un pequeño país, sino todo lo contrario: empieza a ser un gran país donde sus lectores e intelectuales no toleran más la mediocridad. Es como tolerar un plagio en un alumno. No es posible. No hay concesión. Es el inicio de la corrupción. Porque a la mínima que ese plagio sea tolerado, se está abriendo la puerta a las malas maneras en las que no se respeta el trabajo intelectual. Citar a un autor es una manera civilizada de la inteligencia noble. Y no se es menos, sino todo lo contrario, se es mucho más. Por supuesto, si se hace una antología de lo que fuere, y si uno es el antólogo, es una cuestión de buen gusto no incluirse a sí mismo. A fin de cuentas, esa elegancia mínima despierta respeto y, sin duda, ese respeto refleja la autenticidad del talento que tiene su propio camino. (O)

 

Podría escribirse una historia de los libros impunes, editados por parte de personas que, con buena fe, parecen moverse por la cultura editorial sin ningún tipo de rigor y responsabilidad.