Trece años tenía Joaquín Gallegos Lara cuando ocurrió la matanza de trabajadores en Guayaquil, ciudad de la que era oriundo, donde, por una enfermedad natal, se desplazaba en los hombros de Juan Falcón, a quien la historia también debe recordar. “…he llorado toda una noche sobre una ruina sentimental y los ojos se sentían en llaga viva al claror del amanecer, he visto caer el 15 de noviembre de 1922 a cientos de hombres, de proletarios, bajo el plomo de los soldados…”. Sus lágrimas dejaron una simiente y entre enero y abril de 1941 escribió la mayor epopeya obrera y de Guayaquil: Las cruces sobre el agua.
En la novela, como aquella otra de García Márquez en la que desde el principio el lector sabe de antemano la muerte de Santiago Nazar, se tiembla de emoción, mayor por haber sido un hecho real la masacre. Vemos a Alfredo Baldeón desde niño, pobre, jugando como todo niño, y a una blanca que lo salvó de un castigo por una travesura, que despertó en él un primer no sé qué en su corazón y que muere, como muchos, presa de la peste bubónica. “Desde el fondo de todos los momentos de su vida, después, siempre una mano blanca lo llamaba. Solo un día supo a dónde”.
“No le pegues. Si le pegas, cuando sea grande, yo te pegaré”, espetó Alfredo a su padre, cuando amenazó a su madre Trinidad. Igual que Pavel en la novela La madre, de Gorki, cuando su padre, queriendo golpear la vida azarosa que llevaba, quiso golpear a su madre. Harta de esa vida, Trinidad regresó a Daule. “Se le enredaron al cuello las telarañas de los rincones… el tumbado le caía encima…”.
Baldeón tenía un espíritu libertario. Se rehusó a ir al colegio. No se arrepentía de sus decisiones. A los quince años abandonó el hogar y se fue a Esmeraldas, a sumarse a la revuelta de Carlos Concha para vengar la muerte de Alfaro. Ahí “…en los ojos le brilló fuego que ya no se apagaría”. Luchó con los negros. “El negro es negro para que trabaje y para patearlo; la negra es negra para tumbarla y hacerle un mulato. Eran esclavos antes. ¿Y acaso habían dejado de serlo? ¿No los metían al cepo? ¿No los golpeaban hasta matar, si en el puerto se negaban a vender su tagua al precio que a ellos les daba la gana? Hoy les enseñaban de filo los ojos, los dientes y los machetes. Era su hora”. Alfredo era valiente, pero no quiso matar a nadie.
En diciembre nacería su hijo y él cumpliría 22 años. La muerte llegó primero, cuando se enfrentó a los militares en la huelga, declarada por miles de obreros, mujeres también, por la insoportable miseria y el exceso de trabajo, desafiando la traición.
A su retorno de Esmeraldas, con Alfonso, a quien conoció antes del viaje, pobre como él, sin rabia por su miseria, se enamoraron de las hermanas Montiel. Su amigo era un hombre bueno. “Hay que defender lo justo, aunque uno se joda”. Joaquín describe a Guayaquil, el encanto de las vidas de las familias de los protagonistas, pero también sus pesares. Las hermanas los aguantaban por el amor de ellos, por la esperanza de irse a compartirlo a cuarto aparte.
Alfredo se rebelaba contra los maltratos en el taller mecánico donde laboraba. Pagaban mal, rebajaban los salarios, robaban el tiempo de trabajo. Él no lo toleraba, los demás sí. Conoce y corteja a Leonor, a quien también humillan en su lugar de labores. Y Alfonso, a Gloria; mas, este era un amor imposible. Ella lo agravia. “Ándate antes de que te pegue”, le dice él.
La muerte de un caballo por otro estremece. Anticipa las muertes sangrientas.
Alfonso pronto toca su verdadero amor: Violeta, que también devendría en imposible.
Otras figuras se asoman, como Gabriel, el capitán beodo, que posteriormente se pasaría a las filas de los manifestantes, negándose a disparar contra los obreros, como hicieran los soldados rusos en la revolución de 1917. Él, los “Corta nalgas” y otros morirían asesinados por los militares. No les servirían las armas que robaron en los almacenes para defenderse.
El padre de Alfredo pierde su panadería por una deuda y se queda trabajando como maestro, sufriendo en un año cuatro rebajas de jornales. Se lleva a Leonor a vivir cerca de un basurero “donde el amor y los días le habían llenado el vientre y los ojos”. En diciembre nacería su hijo y él cumpliría 22 años. La muerte llegó primero, cuando se enfrentó a los militares en la huelga, declarada por miles de obreros, mujeres también, por la insoportable miseria y el exceso de trabajo, desafiando la traición.
“No vaya negro”, le había pedido Leonor. Al principio vaciló, pero lo llamaron sus compañeros. “Alfredo se volvió, con la sonrisa que a ella le parecía que le asoleaba los ojos y la dentadura”. Su padre, al igual que Príamo cuando reclamó a su hijo muerto, en medio de madres y viudas llorosas pide su cadáver y lo sepulta. Alfonso se va de Guayaquil. De vuelta años después, descubre un 15 de noviembre unas cruces en el río Guayas, en homenaje a los muertos a quienes les abrieron la panza y tiraron al río. (O)