Antonio Muñoz Molina reflexionaba hace poco, en un sentido artículo, acerca del malestar que experimenta cada vez que debe escuchar las opiniones sombrías sobre España que sostienen ciertas élites cultivadas de Europa o América. “Les gusta tanto el pintoresquismo de nuestro atraso que se ofenden si les explicamos todo lo que hemos cambiado en los últimos cuarenta años”, decía el escritor español lamentando aquel apego perezoso a los peores estereotipos sobre España que mantienen algunos intelectuales y académicos extranjeros de alto nivel.
A mí, la verdad, no me sorprende demasiado que en otros países se sostengan opiniones semejantes sobre España. En las últimas cuatro décadas, el proceso de desarrollo y democratización español ha sido realmente notable y, diría yo, sin mayores precedentes en el mundo occidental. Es normal, como sucede en este tipo de casos, provocar la suspicacia y la envidia ajena. Después de todo, hay países que, estando menos atrasados de lo que estaba España a mediados de los setenta, no han logrado ni la mitad de lo que los españoles han hecho en tan poco tiempo.
A diferencia de Muñoz Molina, me parece natural que desde fuera se insista en determinados estereotipos. Negarse a aceptar el progreso del otro es algo tan viejo como la misma humanidad. No hay mucho de qué sorprenderse. Lo que de verdad llama mi atención, en cambio, es la cantidad de españoles que repiten aquellos clichés y vociferan a los cuatro vientos que todavía viven en un país dictatorial, opresivo y violento. A muchos de los que viven o han vivido en España (yo llevo siete años) provoca una gran perplejidad aquella insistencia en la negra leyenda ibérica. No me malentiendan: España, como todas, es una democracia sumamente imperfecta. La crisis, además, ha sumado varios problemas que hasta hace poco no estaban ahí: altos niveles de desempleo, recortes, emigración. Pero sostener que es una dictadura (o decir que estos cuarenta años son solo una prolongación del franquismo) es una aseveración completamente desafortunada.
No es infrecuente escuchar que este país oprime a un segmento de su población (vascos, catalanes, etc.). El caldo de cultivo de estas ideas ha sido, desde hace mucho, la demagogia y el nacionalismo político. No es que en Cataluña y en el País Vasco no existan problemas. El problema es que ciertos sectores políticos han llegado a simplificarlos al límite de la caricatura. La demagogia y el nacionalismo funcionan de la misma forma: su estrategia radica en identificar a un culpable único y cargar sobre él toda la responsabilidad de los propios males y frustraciones. Los demagogos (que no son solo políticos, sino también periodistas, profesores, historiadores, activistas de Twitter o de Facebook) adoran los relatos simplificadores del mundo porque eso justifica su presencia en él: les da la ilusión de sentir que luchan contra los malos y que su misión en esta vida es liberar a sus pobres conciudadanos del salvajismo y la opresión que no son capaces de ver por sí mismos.
El Gobierno español cometió una terrible imprudencia al mandar a chocar a la policía contra los votantes del referéndum catalán el pasado 1 de octubre. Aquel referéndum no tenía ninguna legitimidad: se lo realizó con urnas de plástico, el ausentismo fue de casi el 60% del electorado (según los datos de la misma Generalitat), recibió el unánime rechazo de todos los países de la Unión Europea y era considerado ilegal por más de la mitad de los catalanes. Enviar a la policía solo sirvió para provocar el caos, los golpes sin sentido y para alimentar el relato victimizador de las autoridades catalanas que desean que a Cataluña se le otorgue el mismo estatus que a Kosovo en Europa (desde ahí piensan negociar su independencia por “razones humanitarias”).
Pero Cataluña no es Kosovo. El mito de una región oprimida por un Estado central es imposible de sostener. Los catalanes gozan de un alto nivel de vida, su capital es una de las ciudades más internacionales de Europa, sus ciudadanos pueden marchar y protestar cuando les plazca (las sucesivas manifestaciones en Barcelona durante los últimos meses son la prueba más patente de ello) y sus autoridades poseen un nivel de autogobierno superior a la gran mayoría de provincias, estados o regiones federadas del mundo. Pero no solo eso. Cataluña, como recuerda Muñoz Molina, posee un sistema educativo propio, una radio y televisión públicas, un Parlamento y un instituto internacional para la difusión de la lengua y cultura catalanas (del cual yo mismo me beneficié cuando estudiaba en Estados Unidos y me ofrecieron una beca de un trimestre para aprender catalán en Barcelona). La comparación con Kosovo, entonces, no es solo falsa: resulta ofensiva para la gran mayoría de españoles.
El independentismo en Cataluña era apenas del 15% hasta hace solo diez años. Es decir, un fenómeno absolutamente marginal. Se ha incrementado desde 2012 (debido en parte a la crisis económica española, al problema del “estatut” catalán y a la manipulación política); pero es sin duda una situación demasiado reciente como apurar una independencia en unos pocos meses con una aceptación que nunca, ni en los momentos más altos del independentismo, ha superado la mitad de la población catalana (según también los datos de la Generalitat).
La declaración unilateral de independencia de Cataluña, llevada a cabo el pasado 27 de octubre, resulta entonces un gesto carente del menor de los sentidos. El Gobierno español se ha enfrentado a ella aplicando el artículo 155 de la Constitución, que permite tomar el control de una región declarada en rebeldía. El artículo 155, dicho sea de paso, no es una arbitrariedad antidemocrática (como pretenden hacerlo pasar ciertos sectores radicales de extrema derecha e izquierda). Todas las constituciones democráticas del mundo tienen una ley parecida para hacer frente a problemas de este tipo. Pero, más allá del problema legal, la irresponsabilidad de las autoridades de la Generalitat ya presenta sus primeros problemas en varios ámbitos: casi mil setecientas empresas han abandonado Cataluña en los últimos veinte días. Las perspectivas económicas de la independencia son absolutamente desalentadoras, incluso para los economistas catalanes más optimistas. Después de todo, no tiene el menor sentido pasar de ser una de las regiones más ricas de España y de Europa a ser un pequeño país empobrecido, con una sociedad partida por la mitad y sin mayores perspectivas a mediano plazo de ser reconocidos por nadie. Cataluña debe resistir la tentación de ser arrastrada por un puñado de radicales irreflexivos que solo terminarán por llevarla a la ruina.
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La demagogia y el nacionalismo funcionan de la misma forma: su estrategia radica en identificar a un culpable único y cargar sobre él toda la responsabilidad de los propios males y frustraciones.